Diario de la Antártida

23 de enero. El día más duro

niebla.jpgNo estuve mucho tiempo en la fiesta. A las doce y media de la noche me fui a mi camarote, no sé si por cansancio o porque ya necesitaba un poco de tiempo para mí.

Dormí muy bien gracias al acune del oleaje. Serían las ocho de la mañana cuando me desperté y ya habíamos llegado a la Isla Rey Jorge, donde se encuentra el único aeródromo antártico. Hasta aquí sólo pueden llegar aviones muy específicos y dispuestos a aterrizar en una pista de tierra, sin luces, de apenas 500 metros y con el único soporte de una hostería del Ejército chileno disponible para quienes se queden ‘abandonados a la suerte del clima’. Este lugar no tiene nada que ver con un aeropuerto. Nada. De hecho, es un recurso que utilizan muy pocos. La inmensa mayoría de los que llegan a estas tierras lo hacen en barco, desde Argentina o desde Chile.

Descendimos del barco a la lancha que nos acercaría a la isla. La niebla prácticamente arropaba el mar. Era tan densa que, a medida que bajábamos, la cubierta iba formando parte de nuestra memoria. No se veía nada a diez metros de distancia y, antes de llegar a tierra, yo ya notaba húmedos hasta mis huesos. En la playa la situación no mejoró en absoluto. Apenas se veía el suelo, no era de día ni de noche, hacía mucho frío... El entorno resultaba igual de tenebroso que el que fuera cómplice de un asesino en serie en el Whitechapel londinense del siglo XIX. La lógica indicaba que el avión no vendría a por nosotros en estas condiciones y muy probablemente tendríamos que volver al barco o pasar aquí la noche.

Por primera vez en más de 20 días, sentí cierta claustrofobia. ¡No podíamos salir de la isla! A falta de otra ocupación, empezamos a caminar, no tanto por hacer tiempo como para entrar en calor.

Una tragedia en la isla
Un responsable del Ejército chileno, que tiene instalada allí una base, nos confirma que el avión no llegará, "salvo que despeje". En ese momento parecía imposible que aquello hubiera estado nunca despejado. ¡Esa niebla debía de pesar toneladas; tardaría años en desaparecer!

El Hespérides recibió la noticia y poco tiempo después nos enviaron bocadillos a través de las Zodiac y los chilenos nos dieron un caldo caliente. Empezamos a comer y vimos un helicóptero aterrizando en una explanada a muy pocos metros de donde estábamos. Había salido del Viel, el mismo barco y el mismo helicóptero que días atrás habían dejado cuatro toneladas de material en la base Juan Carlos I. Esta vez, trasladaba a un chico herido.

A los pocos minutos, el mismo responsable del Ejército chileno nos aclaró la situación:
- "Un miembro de la tripulación del Viel, que se encontraba haciendo una descarga en esta isla, se ha caído por las escaleras de cubierta. En el barco pensaban que se había roto la cadera, pero nuestro enfermero aquí asegura que su situación es todavía más grave. Hemos pedido al avión que debía venir a recogerles a ustedes que evacue también a este hombre. Como saben, las condiciones climatológicas son adversas, pero el piloto se muestra conforme con hacer todo lo posible por acelerar su llegada. Les seguiré informando".

Me quedé pensando en que hacía sólo unos minutos yo sólo quería salir de aquí porque tenía mucho frío y mientras, muy cerca, había otro chico para quien salir era la diferencia entre vivir o morir.

A la niebla no se le ablandó el corazón y el avión de la esperanza de este cabo peluquero de 33 años no podía llegar. Era demasiado arriesgado. Era una locura intentarlo, a pesar de que al chico se le estaba yendo la vida. Los científicos y técnicos que debían venir en ese avión esperaban en el aeropuerto de Punta Arenas dispuestos a partir en cuanto el piloto lo indicara. Ellos allí, nosotros aquí. Todos conocíamos la situación.

Pasaron muchas horas hasta que el sol ganó la batalla y nos comunicaron que el avión había despegado y que llegaría en una hora. Para el chico ya era demasiado tarde.

Yo seguía teniendo mucho frío, pero el impacto de esta muerte me hizo olvidar ese detalle. Ha llegado el momento de reflejar también las terribles carencias de los que vienen a este lugar tan remoto. Aquí no se puede ayudar a los que tienen tan mala suerte; un resbalón puede ser mortal y no hay reacción lo suficientemente rápida como para evitar una tragedia. Aquí se puede estar muy solo, porque aquí siempre gana la Antártida.

El avión llegó aterrizando como sólo se puede aterrizar en este lugar: con un frenazo de vértigo. A las nueve de la noche, por fin llegamos al sur de Chile y pensé en lo paradójico que resultaba venir del único lugar del mundo que nunca ha estado en guerra y sentir que ahora estaba más segura.

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