Antonio Baños

Los fastos

No sé cómo estará la cosa hoy en día porque no suelo recibir pero todos tenemos muy presente la tensión que se generaba en una casa cuando venían esos seres intimidadores conocidos como "las visitas". Tener visitas suponía un estado de febril actividad limpiadora complementada con un acelerado cursillo moralizante o la reclusión en el cuarto. Ante las visitas, nuestra vida mejora inexplicablemente. Nuestros trabajos son mejores, el sueldo holgado, la felicidad conyugal una empalagosa realidad y la figuritas del comedor, todas de Lladró. En la política internacional, este fenómeno está regulado por la agenda de los llamados eventos internacionales. Olimpiadas, mundiales y visitas papales, espolean a las autoridades locales a inventarse un país que no existe. Para las visitas, se esconden, desplazan y detienen a los pobres, los locos y a los disidentes. En lugar de representarnos, los gobiernos se suelen avergonzar de nosotros. En virtud de esa solemne tontería que es la marca país y demás imposturas publicitarias, se intenta ocultar al mundo los defectos de uno como si, en tiempos del Google Earth, fuese eso posible. La doctrina de los fastos ha estado presente estos días de revuelta en la sociedad inglesa, inquieta ante su compromiso olímpico del año que viene. Tener la sociedad menos igualitaria de Europa molesta menos que el temor a que alguien empañe la competición de jabalina. Algo parecido ocurre en éste extraño Brasil de la presidenta Rousseff. Nazaret Castro publicó en estas páginas un revelador reportaje sobre los desalojos de favelas a raíz del Mundial del 2014, que se suceden a los asaltos policiales del año pasado. El deporte como excitación de la plusvalía y motor expropiador, son experiencias de las que Sudáfrica, por ejemplo, puede hablar ampliamente. El fasto es, habitualmente, un arma de represión. No hace falta irse a la Olimpiada del 36 o al mundial de la Junta Militar argentina para constatarlo. Un servidor, como barcelonés, sabe bien cómo por la imagen pública se suelen suspender los derechos privados. Esencialmente los de los pobres que, en general, afean el paisaje una barbaridad.

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