No somos pocos quienes opinamos que una de las creaciones más nefastas de los hombres ha sido la del Dios del Viejo Testamento. Un ser a quien en miles de páginas no se le conoce una sola risa, que se especializa en atormentar a sus propias criaturas, cargándoles de prohibiciones, anatemas y obligaciones, y que, si no se comportan bien, es capaz de enviarlas a un infierno atroz que, además, dura toda la eternidad (Deuteronomio anticipa con creces los horrores de Belsen). Ningún ser más o menos normal podría amar libremente a una deidad así. ¿Que luego el Todopoderoso se arrepintió y envió a su propio hijo para enmendarle la plana, morir en una cruz, renacer, y conseguir así que de allí en adelante tuviéramos la posibilidad de salvarnos? Nadie podría llegar a esta convicción tampoco sin que alguien se la metiera previamente en la cabeza (cuanto más temprano mejor), o sin sentir una profunda necesidad de creer en la magia.
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