Apuntes peripatéticos

Madrid-París

En medio de las Landas, el inmenso y sombrío pinar que se extiende entre Biarritz y Bordeaux, hay –por lo menos había hasta hace poco– un modesto y amable restaurante llamado Madrid-París. Cuando apareció de repente el rótulo de la casa aquel primer verano, mi frenazo fue casi mortal. Entramos, claro. Resultó que el dueño tenía un hijo trabajando en Marbella, que este había forjado vínculos afectivos con la gente de allí, que, en fin, había nacido en el seno de aquella familia una cálida relación con España que se reflejaba en el nombre puesto a su
establecimiento.

Ello me recordó que Antonio Machado y su secreto amor, Pilar de Valderrama, solían reunirse en un café de Cuatro Caminos llamado El Franco-Español. Y también, una vez más, la guerra bastante incivil que se libra en mi propio interior entre el amor a lo galo y el que me inspiran estas tierras subpirenaicas donde vivo.
Cuando llegué a Madrid en 1978, Francia suponía un hueso duro de roer para muchos españoles. Había una marcada tendencia a acusar a los vecinos de soberbios, despreciativos, chovinistas, intolerables, etc., etc., y a no recordar lo muchísimo que les debemos. Sin salir de la literatura, ¿cómo olvidar que Madame Bovary y Las flores del mal, inconcebibles en las mojigatas Inglaterra o España de entonces, se pudieron publicar abiertamente en París allá por los años cincuenta del siglo XIX? En derechos humanos, en pensamiento, en arte, en el gozo de vivir, Francia nos ha aleccionado a todos. Hoy no hay ningún problema en reconocerlo sin complejos. Lo acabamos de ver. Bienvenida la entente cordiale.

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