He leído con fascinación y provecho los muchos comentarios a mi anterior apunte. Allí no arremetía, como da a entender uno de ellos, contra la tauromaquia como tal. No me gustan las corridas, es verdad, me niego a ir a una fiesta en la que el derramamiento de sangre, el sufrimiento y la muerte son condición sine qua non, pero reconozco que no se trata de un deporte sino de una ceremonia con raíces antiguas, un profundo sentido religioso y, a veces, arte y belleza. De modo que los insultos que se me dirigen en este sentido son injustificados.
Añadiré que nadie puede acusar a un torero de cobarde. A mí no se me ocurriría. Hay que ser muy valiente para afrontar un animal tan poderoso. Pero los lanceros de la villa de marras, y los que los apoyan, son de distinta catadura. Así como los energúmenos de otros lugares que, igualmente en nombre de las sagradas tradiciones, maltratan a las criaturas. Todos merecen mi desprecio. Sobre todo, insisto, las autoridades que, llamándose de izquierdas, callan y otorgan.
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