Apuntes peripatéticos

Los irlandeses y Europa

Fueron de los primeros en ingresar –el referéndum de 1972 arrojó una inmensa mayoría a favor–, y la verdad es que la apuesta les fue estupendamente. Pertenecer al club europeo suponía muchas ventajas para un pequeño y hasta entonces aislado país agrícola (mar adentro, próxima parada Nueva York). Eran extremadamente atractivas las posibilidades que ofrecía la nueva coyuntura para las inversiones extranjeras, y se explotaron a fondo. Pero había una razón de otro orden, y muy honda, para entrar en Europa: la superación de la secular dependencia económica de Gran Bretaña. Recuerdo perfectamente la euforia que se apoderó del país al despertarse plenamente europeo. Era algo así como poder llegar a París directamente, prescindiendo de la ex imperial isla vecina.

Recuerdo también cómo, en pleno boom, las conversaciones en Dublín giraban en torno a un solo tema: el astronómico incremento que registraban los precios de la vivienda. Para quienes tenían entonces en propiedad una casa, era una auténtica fiebre del oro. Y –la máxima obscenidad– se oía a la gente quejarse de tener sólo una. Porque con dos ya estaría su futuro resuelto, siempre que, como en el caso de las especulaciones bursátiles, vendiesen a tiempo. Muchos no lo hicieron, por codicia. Y vino el inevitable crash.

La codicia, dicen, es pecado mortal. Y otro tal la soberbia. El autodenominado Tigre Celta, repleto de esta, decidió un día que podía prescindir de la Europa que le había enriquecido. Ahora, en crisis y atemorizado, ha vuelto al redil. No ha sido,
digamos, un espectáculo muy edificante.

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