Apuntes peripatéticos

Basura

El otro día una indignada lectora de Público se quejaba de la falta de limpieza que se observa en el barrio madrileño de Lavapiés, donde nunca hacen acto de presencia los ingeniosos aparatos municipales que con tanta eficacia se encargan de engullir los desperdicios dejados por quienes viven en, o transitan por, las zonas de la ciudad más ideológicamente cercanas a nuestro alcalde. Y es verdad que dicho barrio, sobre todo los días en que, por la razón que sea, tampoco lo atienden sus sufridos barrenderos tradicionales, es capaz de ofrecer un aspecto digno del Londres del siglo XVII, cuando el llamado Gran Incendio, provocado por las tan largamente amontonadas inmundicias de los habitantes, casi acabó con la ciudad.

Pero no se trata sólo de Lavapiés. Ningún foráneo puede visitar la capital española sin darse cuenta de la tendencia de los madrileños a tirarlo todo al suelo, en bares y fuera. Se trata de un hábito secular, atribuible, según mantiene un arquitecto amigo mío, a la herencia oriental evidente en tantas peculiaridades de la vida nacional. En este caso en mantener impecable la vivienda particular mientras se demuestra una notable falta de responsabilidad cívica en relación con el estado de la vía pública, la vía de todos. En mi propia casa –casa sin portero– a ningún propietario, y por supuesto a ningún inquilino, se le ha ocurrido nunca limpiar, ni cuando su condición es atroz, la acera delante de la puerta de la calle. Y uno se pregunta, ¿cómo podían imaginar personas tan poco respetuosas con su propia ciudad que les iban a dar los Juegos Olímpicos?

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