Apuntes peripatéticos

¡Váyase!

Si no le gusta España, ¿por qué no vuelve a su lugar de origen? Me lo han sugerido no pocas veces y sin duda lo seguirán haciendo. Pero nunca he afirmado que no me gusta. Muy masoquista tendría que ser uno para elegir vivir en un país no de su agrado, y, encima, conseguir su nacionalidad. Lo que sí suelo manifestar es que hay algunos aspectos de España que no me gustan especialmente. Su excesivo ruido, por ejemplo, o su frecuente falta de civismo, o su, en estos momentos, oposición política. Suelo añadir que siento por España, como muchos nacidos aquí, una mezcla de amor apasionado y de desesperación. Algo así como la que me producía la Irlanda de mi adolescencia.

Aquella Irlanda era para mí fuente de angustia, producto en parte de pertenecer a una exigua minoría protestante en una sociedad abrumadoramente católica. Cuando estudiaba en el Trinity College, el tétrico arzobispo de Dublín tenía prohibido que sus diocesanos pusiesen los pies en tan protervo nido de librepensadores. Había censura de libros y era imposible conseguir el Ulises de Joyce. No existía ni el divorcio ni el control de la natalidad. He padecido la losa de los talibanes en su versión celta. He conocido el terror religioso. Por ello me escapé en cuanto pude.

Se acaba de demostrar que todo aquel tiempo, y después, hubo santos varones irlandeses abusando de los niños que tenían la obligación de proteger, mientras la Policía y la jerarquía católica miraban ruin y cobardemente para otro lado. Hoy Irlanda ha cambiado mucho, de acuerdo. Pero yo, gracias, prefiero seguir aquí. Críticamente, por supuesto.

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