Apuntes peripatéticos

¿Ah, es envidia, pues?

De los siete pecados capitales el que menos se confiesa es la envidia, ya que –por razones que nunca he entendido– la mentira no figura entre ellos. Reconocer que uno ha cometido soberbia, codicia, pereza, lujuria, ira o gula –sobre todo si es en pequeñas dosis– no creo que le cueste mucho trabajo a nadie. Pero la envidia es otra cosa. La envidia tiene vergüenza de sí misma y casi nunca se autodenomina como tal –es más fácil disfrazarla como odio y desdén–, y mata por la espalda, jamás cara a cara. Según Unamuno, y creo que también Salvador de Madariaga, se trata del vicio nacional de España. Si es así, y no seré yo quien lo mantenga (¡ya me han dado razones suficientes para irme!), mal asunto. Mal asunto para todos, en primer lugar para quien la padece.

Otro Salvador, Dalí, ha dejado constancia de la intensa envidia que le producía Lorca cuando convivían en la Residencia de Estudiantes. Tal admisión constituye una honrada excepción a la regla. Dalí era entonces un joven morbosamente tímido, apenas capaz de juntar dos palabras en público, mientras el granadino ya brillaba "como un loco y fogoso diamante" en las noches de la Villa y Corte. La única solución para el pintor: huir cuanto antes. Presenciar aquellos deslumbrantes triunfos sociales y comprobar la propia inferioridad era la muerte.
Varios columnistas acaban de sugerir que hay que buscar la verdadera raíz de la persecución de Garzón en la envidia. Quisiera no creer que pecado tan feo y dañino pudiera anidar en el seno del Tribunal Supremo. Esperemos que prevalezca la justicia.

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