Aquí no se fía

Sí, es una huelga política. ¿Y qué?

Le ha faltado tiempo a la derecha para arremeter contra la huelga general del 14 de noviembre, alegando que se trata de una convocatoria política. Es su táctica habitual, a la que el PP ha recurrido también con motivo de las movilizaciones de esta semana en la enseñanza. Como si el descontento de profesores, alumnos y padres no estuviese suficientemente justificado por los fuertes recortes de los últimos tres años. Un periodo en que el presupuesto ha bajado el 15%, mientras se incorporaban medio millón de nuevos alumnos a los institutos y a las aulas universitarias. Y eso en un país donde el gasto educativo está muy por debajo de la media europea: poco más del 4% del PIB, frente al 5,5% que invierten los principales países de nuestro entorno.

 
Al tachar de política la huelga general del mes que viene, la derecha pretende estigmatizarla, olvidando adrede que en el fondo todas lo son, sin que haya por ello motivo alguno para el desdoro. No es la primera vez –y seguramente no será la última– en que los ciudadanos protestan de esta forma contra decisiones políticas que consideran lesivas para sus derechos, con el comprensible objetivo de que sean enmendadas. Sucedió bajo los gobiernos de Felipe González, de José María Aznar y de José Luis Rodríguez Zapatero, y Mariano Rajoy ya afrontó una huelga general en marzo de este mismo año. No todas tuvieron un seguimiento parejo, ni consiguieron alcanzar plenamente sus propósitos; pero fueron legítimas sin excepción y, salvo casos aislados, se desarrollaron conforme a las normas del Estado de derecho.

 
Que esas huelgas generales albergaban una dimensión política era evidente y, si alguna duda cabía, los propios presidentes se encargaron después de dársela. Por ejemplo, Aznar, que sacrificó a su ministro de Trabajo, Juan Carlos Aparicio, tras la del 20 de junio de 2002 contra el decretazo de la reforma laboral, suavizada por Eduardo Zaplana posteriormente. La huelga general anunciada el miércoles también pretende doblar el brazo del Gobierno, hacerle rectificar, y llamarse a escándalo por ello es un simple ejercicio de fariseísmo. ¿O acaso no perseguían lo mismo las numerosas manifestaciones instigadas por la derecha contra la política antiterrorista, contra el matrimonio homosexual o contra la legislación abortista en tiempos de Zapatero? ¿Entonces sí estaba justificado presionar en la calle al Gobierno y ahora no? ¿No fueron políticas –legítimamente políticas– aquellas protestas?

 
Claro que la huelga general del 14 de noviembre tiene una intencionalidad política, se esté o no de acuerdo con ella. ¿Cómo no la va a tener en un país que pronto alcanzará los seis millones de parados, donde la protección social retrocede a golpe de piqueta y donde crece aceleradamente la cifra de quienes viven por debajo del umbral de la pobreza? ¿Cómo no va a ser política una huelga contra las decisiones de un Gobierno que lleva diez meses empeñado en la tarea de demoler el Estado del bienestar y mermar los derechos de los trabajadores, sin que se vea beneficio alguno a cambio? ¿Cómo renunciar a medios políticos legales –y una huelga general lo es– para censurar la conducta de un presidente que antes de las elecciones prometió arreglar la economía en un santiamén y de momento no ha hecho más que agravar la desesperación de los españoles?

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