Aquí no se fía

Iberia y el fariseísmo del Gobierno

Resulta cuanto menos paradójico que un Gobierno trufado de supuestos liberales se inmiscuya sin recato en la gestión de una empresa privada, como Iberia, que lucha por sobrevivir al naufragio general de la industria aérea. Una industria que se ha visto zarandeada durante los últimos años por la endémica inestabilidad de los precios del petróleo, por la irrupción de las compañías de bajo coste y por el notable retroceso de la demanda derivado de la crisis económica. Problemas todos ellos a los que las aerolíneas tradicionales, en España y fuera de España, han tenido que hacer frente con el pesado lastre de unas estructuras sobredimensionadas y obsoletas, a duras penas soportables incluso en los ya lejanos tiempos de bonanza.

Para no afrontar el incierto futuro en solitario, los grandes operadores han sellado complejas alianzas, casi siempre con otros de menor tamaño, en busca de ahorros y también de mercados adicionales. Sólo en Europa, este proceso de concentración dio lugar, por ejemplo, a la compra de Austrian Airlines y Swiss Air por Lufthansa, y de la holandesa KLM por Air France. En Estados Unidos, donde la navegación aérea sufrió su particular vía crucis tras los atentados terroristas del 11-S, las fusiones llegaron al punto de inducir un cambio en el liderazgo mundial, del que fue desposeído Delta en 2010 como consecuencia del sonado matrimonio entre United Airlines y Continental.

Precisamente ese mismo año, después de interminables negociaciones, British Airways e Iberia sentaron las bases para constituir International Air Group (IAG), holding al que desde entonces corresponde la propiedad y el control de ambas compañías. Por cierto que aquel acuerdo fue apoyado con entusiasmo por el gobierno regional de Madrid, que a la sazón presidía Esperanza Aguirre, pues llevaba aparejado el refuerzo del aeropuerto de Barajas, uno de los principales motores económicos de la comunidad.

Que la fusión con British era el punto de partida para importantes cambios en la antigua aerolínea española de bandera no pasaba inadvertido a nadie y de ahí las reticencias con que fue acogida por algunos colectivos de Iberia. Una de las novedades fue la creación de Iberia Express para la explotación de rutas de corto y medio radio a precios más competitivos, imposibles de asumir con los costes estructurales de la matriz. La iniciativa puso en pie de guerra a buena parte de los trabajadores, en particular los pilotos, temerosos de un progresivo vaciamiento de la actividad de Iberia a favor de su filial, donde las condiciones laborales son mucho peores.

Aún sin resolver ese conflicto, la dirección anunció hace pocas semanas un plan de ajuste que incluye 4.500 despidos y que fue respondido con la convocatoria de varias jornadas de huelga en plenas fechas navideñas. Para justificar sus pretensiones, Iberia aludió a graves problemas de viabilidad, fruto de que sólo 10 de las 64 rutas que explota actualmente son rentables. Suprimir las más deficitarias es otro de los objetivo del plan, que prevé la suspensión de algunos vuelos a Latinoamérica, como los que enlazan Madrid con Santo Domingo y La Habana.

Ante el impacto social y en la imagen de la marca España que el repliegue de Iberia entrañaría, el Gobierno la ha emprendido contra la dirección, haciendo gala de una dosis intolerable de fariseísmo. Primero, porque la brutal reducción de plantilla no es ajena a las facilidades que, gracias a Rajoy y su reforma laboral, hoy existen en nuestro país para el despido. Y, en segundo lugar, porque fue otro Gobierno del PP el que sacó a Iberia de la órbita del Estado, dentro del programa de privatizaciones impulsado por Aznar. ¿Acaso entonces Iberia no era estratégica. Y, si lo era, ¿por qué la vendieron?

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