Aquí no se fía

El listón de Borrell

Conocí a Borrell hace más de treinta años, cuando él era secretario de Estado de Hacienda y yo un joven redactor que andaba especializándose en economía. Tenía el porte severo, la lengua afilada y una bien ganada fama de jacobino por su rigorismo fiscal, que le llevó a tomar la ejemplarizante decisión de empapelar sin contemplaciones nada menos que a Lola Flores. Eran, evidentemente, otros tiempos y eso de que a alguien se le pidieran cuentas por eludir impuestos no estaba tan a la orden del día como ahora. Aquel golpe de efecto,  mediático donde los hubiera, hizo que muchos españoles tomaran conciencia de que Hacienda iba en serio y contribuyó a elevar el grado de cumplimiento de las obligaciones tributarias mucho más que ninguna otra iniciativa adoptada antes o después.

Siempre me pareció Borrell un hombre más inteligente que listo, y quizás por eso no les duró más de un asalto a los aviesos enemigos que se creó dentro del PSOE cuando tuvo la osadía de optar a liderarlo. Se impuso en unas primarias al candidato de la vieja guardia, Joaquín Almunia, tocado por el dedo cuasi divino de Felipe González; pero no tardaron en quitárselo de en medio aprovechando un asunto bastante feo en el que estaban metidos antiguos colaboradores suyos en el Ministerio. Aunque Borrell nada tenía que ver, el fuego supuestamente amigo fue de tal calibre que se sintió incapaz de resistir y cogió la puerta entre golpes de pecho que nadie le había pedido que se diera.

Se ganó con ello fama de hombre íntegro, además de capaz, y adornado con esos atributos inició un periplo fuera de España que le llevó a ocupar puestos con más lustre que poder, como la Presidencia del Parlamento de Estrasburgo y la del Instituto Universitario Europeo, este último con sede en Florencia. Alejado de la política nacional, con la que parecía ofuscado después de lo que le pasó, fue introducido en el mundo de la empresa por los Benjumea, que le hicieron consejero de Abengoa mucho antes de que el grupo de ingeniería y energías renovables entrara en bancarrota. Ahí fue acopiando una pequeña fortuna, a razón de 300.000 euros al año entre 2010 y 2016; pero se ve que hay tentaciones que ni siquiera alguien tan severo como él es capaz de resistir.

En un momento crítico para Abengoa, poco antes de su estrepitoso batacazo en Bolsa, Borrell ordenó la venta de un paquete de acciones que estaban a nombre de su primera esposa. No salvó mucho dinero, porque la participación valía poco más de nueve mil euros. Sin embargo, la maniobra era altamente sospechosa y dio lugar a una investigación en toda regla de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV). Mientras ésta se desarrollaba, Borrell fue recuperando terreno en la vida pública doméstica, básicamente como desfacedor de entuertos del independentismo. Contra ellos guerreó hasta el día inolvidable en que lanzó una proclama muy celebrada por el españolismo, tras una concurrida manifestación de Societat Civil Catalana en Barcelona.

Probablemente aquello le valió su presencia en el Gobierno de Pedro Sánchez, si bien es cierto que éste había contado con su apoyo frente a los barones regionales que le apartaron de la Secretaría General y luego no pudieron impedir su vuelta. En el Gobierno bonito, hoy tan afeado a base de escándalos, fue agraciado con la cartera de Exteriores, que era una manera de decir que el inesperado presidente contaba con su criterio, pero para otras cosas. A él no le supuso una gran novedad, pues había sido ministro de Fomento con González durante casi seis años, y francamente no sé si el nombramiento, pese a ser de relumbrón, le hizo mucha gracia.

A vueltas con la cosa diplomática andaba cuando, hace un par de días, la CNMV le impuso una multa de 30.000 euros, firme en la vía administrativa, por uso de información privilegiada. Obviamente, la oposición se le ha echado encima y, ante su afirmación de que no ha cometido delito alguno, hay quien le ha tocado la fibra sensible al recordar las palabras que dijo antes de hacer mutis por el foro en 1998: "El cumplimiento estricto de la legalidad no puede ser un refugio para la duda sobre mi comportamiento ético o moral". Puso entonces el listón muy alto, como siempre; sin sospechar que se lo estaba poniendo a sí mismo también.

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