Aquí no se fía

Quién está de enhorabuena por las sentencias sobre la banca

Esta semana se han conocido dos sentencias muy esperadas por los usuarios de servicios financieros y muy temidas por la banca. Una del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre el Índice de Referencia de los Préstamos Hipotecarios (IRPH). Y otra del Supremo sobre los tipos de interés de las tarjetas con pago aplazado, conocidas en el argot como tarjetas revolving. En ambas, los jueces han echado una palada de cal y otra de arena, puede que para evitar el coste de dar plenamente la razón a los afectados o la impopularidad de negársela sin reservas.

La sentencia relativa al IRPH no entra en si este índice, con carácter general, es nulo por falta de transparencia. Se limita a proclamar el derecho de quienes lo tienen previsto en sus hipotecas a reclamar ante los tribunales nacionales, y la obligación de éstos de examinarlas una por una. La de las tarjetas revolving reconoce que los intereses cobrados en el caso concreto objeto de litigio (27%) eran excesivos. Pero utiliza como elemento de comparación la media de ese tipo de tarjetas (19-20%) y no de los préstamos al consumo (7-8%), como había establecido en una sentencia anterior el propio Supremo.

Las asociaciones de consumidores han acogido con alborozo los dos pronunciamientos judiciales, aunque la verdad es que, en mi modesta opinión, no hay para tanto. La corte europea ha eludido mojarse sobre el fondo del asunto y ha devuelto la pelota a los tribunales españoles. Los usuarios que se sientan perjudicados por el IRPH tendrán que reclamar individualmente, con los gastos y la larga espera que eso siempre conlleva. Un calvario parecido espera a los titulares de las tarjetas revolving, pues la sentencia del Supremo no dice a partir de cuánto los intereses son usurarios, lo que obliga también a analizar caso por caso las posibles reclamaciones.

Quienes sí están de enhorabuena, sin duda, son los despachos de abogados y aquellas organizaciones que en los últimos tiempos han hecho de las demandas contra la banca una de sus principales fuentes de ingresos. Es verdad que, en general, prestan un servicio importante y que su concurso ha sido fundamental para acabar con auténticos abusos, como las cláusulas suelo o la imputación de todos los gastos hipotecarios a los deudores. Sin embargo, a nadie se le escapa que detrás de su aparente afán justiciero se esconde un lucrativo negocio. Legítimo, desde luego; pero negocio.

En pro de ese negocio es altamente probable que, más bien pronto que tarde, se produzca una avalancha de acciones ante los tribunales, a riesgo de que puedan llegar a colapsarse. Con el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados ya apareció ese peligro, y el Gobierno lo conjuró endosándoselo por ley a la banca. Cerrar la puerta, por el mismo procedimiento, a que las entidades utilicen un tipo de referencia distinto al euríbor cuando les convenga sería de justicia. Y no digamos ya redefinir dónde los intereses superan lo admisible y empieza la usura. Una norma casi decimonónica (de 1908) no parece que sea lo más razonable.

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