En el caso del Yak-42, no se quiere coger al toro por los cuernos. Hay muchas cuestiones por resolver. Una, moral, que no tiene remedio: el desprecio con el que se trató la memoria de las víctimas, precisamente por los que tienen la patente de su defensa.
No fue un accidente ordinario. El avión, como se demostró después y habían denunciado los pasajeros en otras ocasiones, no reunía las mínimas condiciones de seguridad exigibles para volar. Ni siquiera era un vuelo barato. El presupuesto del transporte de militares menguaba según pasaba de mano en mano. Como la cosa olía muy mal, desde el Gobierno intentaron tapar el caso, pero chocó con la resistencia de las familias.
Todo para evitar juzgar a los responsables de unas muertes que nunca debieron producirse, ya que, según parece, la mala gestión del dinero, a beneficio de terceros, y no otra, fue la causa de un accidente en el que perdieron la vida 62 personas que tenían nombre y apellidos, y familiares, insultados, difamados y amenazados, por ejercer el derecho más elemental de nuestro sistema: ¡exigir justicia! ¿Hasta cuándo?
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