La mirada masculina es la mirada universal. Las mujeres también cargamos con esa mirada en menor o mayor medida. No solo al mirar el mundo, sino -y especialmente- al mirarnos a nosotras mismas. Ser feministas no nos libra. Es cierto que tomar conciencia feminista te ayuda a librarte de mucha de esa carga, pero no de toda. Nos han enseñado a mirar con esos ojos.
La revista Cognition publicó un estudio en 2018 que revelaba que para hablar un idioma con fluidez había que lograrlo antes de los 18 años. La mirada masculina funciona como la lengua materna y el feminismo como una lengua extranjera. Claro está, no es lo mismo. Al aprender una lengua extranjera, no hay millones de mensajes bombardeándote con que esa lengua es el demonio, que te volverás loca o una amargada cuanto mejor la hables. Pero nos sirve como ejemplo para entender hasta qué punto la mirada masculina (y el machismo en general) opera en nosotras.
Cómo nos miramos frente al espejo (si es que te miras siquiera), cómo nos criticamos en silencio, cómo odiamos nuestro cuerpo, la hipervigilancia del peso, de la piel, del cutis, del pelo. Nos encontramos bonitas y más seguras de nosotras mismas cuando la sociedad -y su mirada masculina- también lo cree. Coincidimos. Nos han enseñado que tenemos que coincidir. Nuestros gustos han sido modelados por el sistema. No sabemos cómo nos gustaríamos a nosotras mismas de haber crecido en verdadera libertad. Probablemente de cualquier manera, siempre y cuando nos sintiéramos ágiles, flexibles y sanas. Al fin y al cabo, nuestro cuerpo es nuestro vehículo en el mundo para abrazar, para movernos, para avanzar.
De pequeña leí un libro llamado El clan del oso cavernario, de la autora estadounidense Jean M. Auel. En él, se narra la historia de Ayla, una niña cromañón que es adoptada por una tribu de neandertales. Físicamente, Ayla es muy bonita, de hecho en la película del mismo nombre su papel es interpretado por Daryl Hannah. El resto de miembros de la tribu son "feos", esto es: cejas prominentes, prognatismo, baja estatura, cabezas grandes... Y sin embargo, Ayla es la fea de la tribu. La tribu incluso siente pena por su aspecto, tan diferente a lo que "debería ser".
Recuerdo de pequeña querer atravesar las páginas para poder decirle a una Ayla que sufría por su aspecto: "no sufras porque ellos son los feos, ¡y tú la guapa!". Realmente, yo estaba equivocada. Ella era la fea y ellos los guapos. Así estaba establecido en aquel momento histórico y en aquella microsociedad... y no había más verdad que esa. Sin embargo, es un claro reflejo de lo que es "la verdad". De lo que es "lo feo" y "lo bonito". Y también un ejemplo de lo que podemos llegar a sufrir las mujeres por cánones cambiantes sin ningún tipo de sentido ni lógica. En las sociedades patriarcales, con miradas masculinas todas ellas, nos miramos con la misma lupa con la que se miraba Ayla en el reflejo del lago. Al igual que le ocurría a Ayla, los referentes que nos ordenan que clonemos no solo no son como nosotras, sino que son inalcanzables, una tarea imposible. Inalcanzables incluso para las mismas mujeres que nos venden como referentes, ya que después de la foto, llega el photoshop. No podemos ganar. Ninguna puede ganar. Podemos estar más o menos satisfechas, pero solo temporalmente, porque luego viene la vejez con las arrugas y la flacidez, y de ahí ya no escapa ninguna.
Estamos imbuidas en la mirada patriarcal, y lo que nos devuelve el espejo lo observamos con los ojos de una sociedad que odia a las mujeres, que las violenta, las discrimina, les exige lo imposible y las castiga por no conseguirlo. Muchas ya se dieron por vencidas, muchas aún siguen peleándose con el espejo, pero quizás, entre todas, entre las cansadas, las que aún pelean y las que empiezan esta lucha contra sí mismas, podamos -feminismo mediante- aliviar las mochilas de las son tan pequeñas que aún se creen libres. Quizás no estemos tan lejos de que nuestras espaldas sirvan para que ellas se alcen para gritar que no quieren ser de otra forma, que son como son, flacas o corpulentas, con gafas o sin ellas, con una nariz grande o con granos, bajas y altas, con las orejas más o menos pegadas a la cabeza, con el pelo más o menos gobernable.
Son niñas y son perfectas. Estoy segura de que podemos convencerlas de que el espejo social es el que está roto, mancillado, oxidado y podrido. El único que debe pasar por intervenciones. Y que entiendan que su cuerpo es su único vehículo en el mundo, y que solo ellas lo dirigen. Ellas son las únicas gobernantas de sí mismas. Y con ese talante que estoy segura de que tendrá amplio éxito, el patriarcado se tambaleará mucho más. Y a enemigo que se tambalea, con un último empujón se le tumba.
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