Mi compañero en Público, David Torres, denunciaba en su columna de ayer el racismo en el fútbol, a cuenta de los episodios que hemos vivido últimamente. A mí me gustaría sumarme a la crítica de David, pero analizándolo desde otro lugar.
El fútbol es una representación simbólica de muchos aspectos culturales, sociales y políticos, en España y en el mundo. Los estadios son espacios donde la masculinidad se manifiesta sin cortapisas, sin filtros. La masculinidad está estrechamente unida al racismo y a la homofobia. ¿Por qué? Porque la masculinidad es la tenencia y demostración de fuerza, competitividad, de agresividad pero, sobre todo, la masculinidad es el desprecio por el frágil, el vulnerable y el diferente. La masculinidad es el odio hacia lo que se salga mínimamente de los cánones del patriarcado: un hombre que llora, un hombre que folla con otros hombres, una mujer que ama a otra mujer y deja de estar accesible para los hombres... La masculinidad no solo contempla la heterosexualidad cómo la única orientación válida, sino la blancura como la única piel decente. El diferente no solo es gay, también es negro, latina, lesbiana, bisexual y va en silla de ruedas. La masculinidad es patriarcado y el patriarcado es machismo, es racismo, es lesbofobia, es homofobia, es capacitismo.
La relación entre estos fenómenos no es casual, sino que se enraíza en estructuras sociales más que asentadas en la historia de la humanidad. Este ideal de masculinidad al que los hombres intentan llegar se reafirma en los estadios, donde se sienten impulsados a demostrar su virilidad más que en cualquier otro sitio, porque en ningún lugar están rodeados de tantos iguales. Muchos cómplices, muchos iguales, muchos deseosos de soltar ira, agresividad y violencia y que los demás también lo hagan para no quedarse solos. Pero también hay muchos pares que pueden quitarles puntos del carné de macho a poco que se queden cortos siendo machos. Los domingos en el estadio -o incluso en el bar donde dan el partido por la tele- es el momento de mostrarse todo lo incívico, primitivo y masculino que se pueda. No es raro que la dotación policial necesaria para los días de partidos grandes sea la que es, ni raras tampoco las peleas, ni los bares destrozados, ni las personas heridas, ni las fuentes rotas. Sin embargo, la peor parte, como siempre, se la llevan las mujeres. Es nauseabundo que exista siquiera algo llamado "Los cien mil hijos de Iniesta", pero es que la fiesta de la masculinidad no acaba rompiendo una fuente o dándole un puñetazo al del equipo contrario, la fiesta masculina sigue cuando llegan a casa. Y ahí la masculinidad se demuestra de otra manera: violando a sus compañeras. Porque no, esos repuntes en la natalidad cuando hay una victoria futbolera no desatan la libido de las mujeres por arte de magia.
El acto de insultar al oponente, al árbitro o incluso a los propios jugadores, también se convierte en una forma de reafirmar la masculinidad. Ese enfadarse, ese lanzar cosas, hasta bengalas, ese gritar y golpear asientos, barandillas, lo que haya, a otras personas si hace falta, etc. todo eso no es por el gol, por el penalti o por la falta, todo eso es por la masculinidad. Roles, mandatos de género, enseñanzas. La sociedad los ha moldeado así desde pequeños y se los ha permitido y fomentado en la adultez. Al contrario que a nosotras. Por eso no hay mujeres perdiendo la voz en insultos que le quiten las ganas de seguir jugando a, por ejemplo, Vinicius. Este jugador dijo: "España no es un país racista", pero sí "hay muchos racistas... muchos de ellos en los estadios de fútbol". España sí es un país racista, empecemos por ahí. Todos somos racistas en mayor o menor medida. Pero lo que ocurre específicamente en los estadios de fútbol no es que se reúnan muchos racistas y ya está, es que se reúnen una aplastante mayoría de hombres. Ese es el denominador común: los hombres y la masculinidad. Los gritos y cánticos racistas no son actos individuales de intolerancia, sino expresiones colectivas de la masculinidad. Los insultos racistas no solo buscan deshumanizar y desmoralizar al otro, sino también reafirmar una jerarquía racial que sitúa a los hombres blancos en la cúspide de la pirámide social. La masculinidad utiliza el racismo (la lesbofobia, el capacitismo, etc.) como una herramienta para desestabilizar al oponente y para fortalecer su propio sentido de pertenencia al grupo dominante. De la misma manera opera la homofobia: es una expresión de la misma masculinidad. Los insultos homófobos se utilizan para socavar la moral del oponente, sugiriendo que la homosexualidad es incompatible con la fortaleza y el valor que se esperan de un jugador de fútbol. Buscan reforzar la idea de que solo los hombres heterosexuales pueden ser verdaderamente masculinos y, por lo tanto, verdaderamente dignos de respeto.
Hay que señalar con urgencia la masculinidad como foco de infección, porque si no atinamos el tiro como sociedad, el racismo, al igual que el machismo, la lesbofobia/homofobia y cualquier desprecio al débil o al diferente, van a seguir campando a sus anchas eternamente.
Habrá quien diga que las mujeres también somos machistas y racistas, habrá quien diga incluso aquello de "la culpa es de las mujeres, que crían machistas" (y por ende también racistas, homófobas, etc.). Es obvio que el problema del patriarcado no es una cuestión de mujeres, sino de hombres... de hecho es un problema de hombres que sufrimos las mujeres. Aun cuando haya mujeres tan convencidas de su inferioridad que apoyen el machismo, la realidad es que el machismo lo generan ellos y lo cargamos nosotras. Con el racismo, con la orientación sexual, con la discapacidad ocurre lo mismo. Las mujeres estamos criadas en la aceptación, en los cuidados, en la empatía, en el darlo todo por los demás incluso por encima de nosotras mismas. Con nuestro correspondiente castigo social cuando no somos así. Por supuesto que hay mujeres despreciables, nazis, racistas, que se ensañan con las vulnerables, con los diferentes... pero para hacer un análisis correcto de la sociedad donde una vive, hay que buscar y observar la tendencia, no lo anecdótico.
La realidad es que vivimos en un mundo donde en un mismo estadio de fútbol, por ejemplo, el Bernabéu, un domingo se pueden gritar los insultos más macabros y crueles (por hablar sólo de violencia verbal) si hay partido de fútbol, o se pueden celebrar dos conciertos consecutivos de Taylor Swift con una aplastante mayoría de mujeres sin incidentes, sin peleas, sin insultos ni intentos de hacer que la diferente o la vulnerable acabe herida, llorando o huyendo. Dos días de horas y horas de masificación absoluta con cero violencia y cero agresividad... aun cuando hubo prensa que usó palabras como "delirio colectivo" o "histeria" para hablar de las swifties. Curiosa histeria y delirio el de las mujeres, que siempre se saldan con cero incidentes, mucha diversión y horas de baile.
En el fútbol, la audiencia femenina también ha demostrado ser diametralmente opuesta a la masculina. No solo apoyamos a las jugadoras dentro del campo, sino fuera de él. ¡Y de qué manera! Sin embargo, ayer mismo, sin ir más lejos, dos jugadoras de fútbol (una de ellas la propia Jenni Hermoso) fueron insultadas, vejadas y humilladas por hombres. Mismo modus operandi: desmoralizar al diferente y apuntalarse a uno mismo en lo alto de la pirámide.
Nada de todo lo nombrado aquí es casualidad ni es cherry picking, es la norma y es la tendencia: el problema se llama masculinidad. Y mientras no nos centremos en abolirla, nada cambiará. Porque no, el fútbol no "es así". Así son los hombres.
Comentarios
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