El laberinto de raíz

El otro día, una compañera me preguntaba cómo era yo capaz de llevar tantos años escribiendo de lo mismo, haciendo un podcast sobre lo mismo, leyendo sobre lo mismo... y no cansarme o abandonar ante el menosprecio y ataques constantes. Aunque solo fuera abandonar temporalmente. Me resultó curioso porque yo he pensado lo mismo de otras activistas y compañeras a las que linchan constantemente, pero no de mí, cosa de género, imagino. También me hace pensar en las miles y miles de mujeres en todo el mundo donde sus vidas corren peligro de muerte. De hecho, muchas son represaliadas y asesinadas en otros países con versiones más duras del patriarcado.

Sí me canso, claro que me canso, como todas. A veces me dan ganas de abandonar. Como a todas. Y sin embargo, no lo hago. Mi trabajo, mi activismo y mi vida, como la de muchas mujeres, giran en torno a la lucha feminista y hace ya más de una década en la que no entiendo mi existencia sin hacer lo que hago y luchar por lo que lucho.

Ver la realidad a través de la mirada feminista es como haber encendido la luz después de una vida en penumbras, donde tropezabas con objetos punzantes cada día, que te herían al recorrer un gran laberinto, pero siempre pensando que así tenía que ser: la vida es así, un laberinto en el que moverse a tientas.

Antes aguantabas los golpes que te dabas contra muros camuflados. Muros que no veías hasta que el dolor te hacía detenerte en seco. Antes solo murmurabas tacos por el escozor que te generaban los objetos puntiagudos, por el escozor de los muros, o el dolor en las costillas al clavarte los escalones de escaleras por las que rodabas. Y no te creías con el derecho a enfadarte o a replicar. Culpa tuya por no haber previsto una escalera. Un muro. Cristales rotos. ¿O acaso no te han advertido mil veces de que la vida es una carrera de obstáculos? ¿No te habían dicho mil veces desde pequeña "cuidado con...", "no vayas a...", "de noche no...", "aléjate de...".  Entonces la ira se acumulaba dentro de ti, porque tú eras la única culpable. Y eso hacía que la violencia la ejercieras sobre ti misma. Culpa, ira, miedo, rabia. Gota a gota, cada día de tu vida, hasta llegar a la adultez con mil dudas sobre las relaciones, sobre ti misma, sobre el mundo general. Y, oye, date con un canto en los dientes, porque tu amiga comenzó a autolesionarse, tu compañera de clase dejó de comer, y tu vecina decidió no seguir y quitarse de en medio. Por mencionar solo a tres mujeres de tu entorno. Suerte tienes. Da gracias.

Llegas a los 20 o a los 30 cargando experiencias en una mochila sin ser consciente siquiera de que cargabas una mochila, creyendo que el peso que sentías formaban parte de ti, de tu forma de ser, de tu rebeldía por no aceptar la vida como era. Por ti y solo por ti, pero nunca por las piedras que te habían ido llenando poco a poco desde que te dio por nacer con un sexo que no era el correcto.

De repente, un día, oyes una frase, lees un artículo o ves algo en TV que ilumina una tenue bombilla, quejumbrosa. No es gran cosa, pero algo muy profundo en ti te dice que busques más, que tiene que haber más bombillas que hagan brillar, aunque sea un poco, los cristales rotos, alertándote. Al menos eso, los cristales.

Otras mujeres te ayudan a relacionar esas frases o ideas aisladas, esas bombillas polvorientas por la falta de uso, con una palabra: feminismo. Creías que siempre supiste qué era eso, y pensabas que tú misma ya eras feminista. Pero al darte cuenta de que el concepto alberga un mundo en sí mismo, decides empezar a estudiarlo con detenimiento. Empiezas a tirar de todas las cuerdecitas que encuentras, porque esas bombillas son tan antiguas que no llevan botones, sino cordeles. Te espantas del tiempo y del polvo. Estaban aquí mucho antes que tú, ojalá las hubieras encendido antes. Pero qué ibas a saber tú. Te han enseñado millones de datos durante tu vida, desde qué pensaba Freud hasta el último cuadro de Velázquez, pero ni una sola mención sobre bombillas que encender e iluminarte el camino.

Algunas bombillas más se van encendiendo al tirar de los cordeles. Otras irradian una luz que lo deforma todo, y vuelves a apagarlas. Vaya, no todas las bombillas etiquetadas con la palabra feminismo ayudan realmente a ver mejor. Otro obstáculo a sortear. Pero ya no es tan difícil, ya tienes el camino ligeramente iluminado, el tiempo de las penumbras no va a volver, y eso significa que vas a sufrir menos cristales clavados en las plantas de tus pies. Menos escaleras por las que rodar. Sigues tropezando con cosas, pero menuda diferencia. Hay bombillas potentes que, al iluminarse, solo te muestran muros que parecen infranqueables, y a veces piensas: a ver si encender tantas bombillas solo va a servir para darme cuenta de que no hay escapatoria de este laberinto. Y en tiempos en los que los muros son muy seguidos, te vienes abajo. Te cansas. Te dan ganas de hacerte un ovillo en un rincón y desaparecer. No sería la primera vez, en la época de la penumbra, que el laberinto te obligaba a ovillarte. Y tú lo hacías, obediente. "Sí, será lo mejor", te decías. Pero sabes que eso ya no va a pasar más.

Con los años ves los trampantojos con facilidad. Las escaleras, de lejos. Los cristales rotos y hasta quiénes los rompen a tu paso con la intención de que lo pises. Cuando te das cuenta, el laberinto está ya a cielo abierto, sin lugar para las sombras. Miras de frente la realidad, sabes detectar a los enemigos, entiendes qué elementos sustentan el laberinto. Te sumas a más mujeres, que han encendido sus propias luces, que andan ahora erguidas y con paso seguro. Esta compañía te arroparía si quisieras ovillarte, pararía en el camino por ti, pero es que ya no quieres parar, ni quedarte en un rincón. Solo quieres coger mazas y martillos con ellas, e ir derribando muros. Os nutrís de conocimientos las unas a las otras, compartís la rabia para que pese menos, os abrazáis para daros calor cuando vienen vientos fuertes. Ya no quieres encontrar atajos ni esquivar objetos punzantes: ya solo quieres salir del laberinto destruyéndolo desde la base. Ni siquiera quieres escapar, porque eso sería dejar a muchas otras dentro, desde mayores hasta nonatas aún. Ya sabéis qué queréis, y lo gritáis juntas. Y machacáis sin descanso muros antiguos que estaban a medio derruir y muros nuevos que se levantan de la nada. Sois imparables y lo sabéis. Sabes que quizás no vivas lo suficiente para ver caer todo el laberinto, pero es la menor de tus preocupaciones. Tienes tanto trabajo por hacer, contigo misma y con el resto, que no tienes tiempo para pensar en qué verás tú o no verás. Porque tu meta nunca fue salvarte tú sola, sino acabar con el laberinto de raíz, y hacerlo entre todas. Para todas. Por todas.

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