Monstruos Perfectos

El vuelo de las mariposas

Madonna 50.0 acaba de iniciar su nueva gira mundial en Cardiff como karaokera contorsionista de altísimo nivel vestida por Givenchy, Nieves Herrero ha amadrinado una Feria del Pescaíto Frito en Huelva y la Duquesa de Alba ha emitido un comunicado para negar los rumores de boda a golpe de gerundio: "lo único destacable es la entrañable amistad entre la Sra. Duquesa y el Sr. Díez, no habiendo propósito alguno de matrimonio". Quedándonos muchísimo más tranquilos. Una mariposa aletea en un pueblo de Murcia y a Britney Spears se le carda el pelo a lo Amy Winehouse.

El mundo me parece un lugar complicadísimo donde todo ocurre a la vez y todo está relacionado. Por suerte, olvidamos deprisa. Si no, estaríamos mayorcísimos. "Una vida larga no depende de los años. Un hombre sin recuerdos puede llegar a los cien años y sentir que su vida ha sido muy corta". Es una de las fascinantes teorías de Augusta, la tía de Viajes con mi tía de Graham Greene, que releo –siempre quise escribir que releía algo; suena tan de vuelta de todo, tan chenoísta "cuando tú vas, yo vengo de allí"– y muchos años después de la primera vez me fascina de nuevo. "No sé por qué, pero siempre me gustaron los gordos. Será porque han renunciado a todo esfuerzo innecesario." No se crea, Doña Augusta, míreme a mí; esclavo de tantos ahíncos en vano que no adelgazan, pero cansan. Aunque no creo que tanto como lo que se va a agotar el viudo de LMG La Mah Grandeh–, Ortega Cano, cuya participación en la próxima entrega del ¡Coño... Mira quién baila! parece casi segura. Al menos, eso anuncian dos publicaciones de prestigio como son el Pronto y el Supertele. De la posible intervención de PaKiKorrín en el programa poco se sabe. A lo mejor esta misma semana nos da la sorpresa el ¡HOLA!, que amenaza con exclusiva de portada protagonizada por la tonadillera hirsuta I–punto–Pe–punto (no tentemos a la suerte) y su primogénito, otro que renunció a todo esfuerzo innecesario.

La mariposa desplegó sus alas en Totana, y en Pekín Matthew Mitcham, el único atleta abiertamente gay de estas olimpiadas, saltó desde un trampolín a diez metros de altura. Ganó la medalla de oro. Lo hemos visto, en diferido, en el televisor de nuestra minúscula habitación de hotel en Helsinki. Los hemos visto saltar a todos, sumergirse en la piscina y subirse a toda prisa el traje de baño antes de salir del agua. Lo mejor de los saltos de trampolín olímpicos es, sin duda, recuperar la erótica visión de la huchita masculina trasera, casi extinguida por culpa de esa maldita moda de los calzoncillos altos con elástico promocional de firma. Lo peor, que siempre que veo a los participantes tomar vuelo, recuerdo la sangre de Greg Louganis en el agua, cuando se golpeó en la cabeza al saltar del trampolín tras haber girado en el aire, hace ya veinte años, en las olimpiadas de Seul.

Por suerte, Doña Augusta, no olvido todo tan deprisa.

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