Buzón de Voz

Quizás sea hora de levantar la cabeza

Sucede en la política como en la vida misma. Las mayores virtudes se transforman en los peores defectos y viceversa. José Luis Rodríguez Zapatero fue el único dirigente que reconoció esta semana desde la tribuna del Congreso que se había equivocado en su diagnóstico de la crisis. No era la primera vez. Ya en el debate del estado de la nación asumió su error de confundir una recesión con una "desaceleración profunda", paralela a la de todo Occidente y con el plus del estallido de una burbuja inmobiliaria que todo el mundo conocía, pero que nadie se atrevió a pinchar. Incluidos el PSOE y el propio Zapatero. El caso es que, hoy por hoy, habría que estar ciego para no ver que la derecha, pese a la carcoma de la corrupción, consigue imponer su mensaje, mientras que la izquierda parece pedir perdón por creer en lo que cree y defender lo que defiende.

Hace un año, cuando empezaron a quebrar las grandes inmobiliarias y se decretó el riesgo de una depresión mundial, el Gobierno socialista español fue uno de los primeros de Europa en aprobar ayudas multimillonarias para la banca con el fin de evitar el colapso del sistema financiero. Obtuvo aplausos unánimes. La cúpula bancaria, la empresarial, la brunete mediática y el propio Mariano Rajoy visitaron y salieron del Palacio de la Moncloa satisfechos de las medidas tomadas, las mismas en esencia que imitaron los principales Gobiernos de la UE.

Hoy, por el contrario, el Ejecutivo de Zapatero agacha la cabeza, mientras insinúa moderadas y temporales subidas de impuestos, o aprueba ayudas de 420 euros mensuales para trabajadores que perdieron su empleo y no tienen ninguna hucha en la que apoyarse. El Gobierno intenta mantener el gasto social y, a la vez, hace quiebros matemáticos para reducir un déficit público que la derecha califica como la madre de todos los infiernos que pueden abrasar a varias generaciones.

Lo cierto es que mientras Zapatero se resistía a aceptar que una crisis de gravedad desconocida amenazaba a todo Occidente, el Partido Popular le acusaba de mentir y, al mismo tiempo, prometía 200.000 empleos más que el PSOE en el programa electoral de 2008. La memoria colectiva es más frágil que el cristal de Bohemia. En democracia, el Gobierno tiene la responsabilidad exclusiva de todo aquello que ocurra, de modo que la oposición puede aplicarse sin pudor al juego de lo que pudo haber sido y no fue, o a la simple falacia de reprochar exactamente los mismos errores que el opositor habría cometido en el ejercicio del poder.

Levantar la cabeza

No hace falta un máster en Harvard para darse cuenta de que Zapatero es responsable de algunos errores de bulto. Ha permitido, por ejemplo, que la derecha le pueda acusar de una política económica basada en la permanente improvisación. No es para menos. Si un ministro anuncia la posibilidad de subir impuestos y al día siguiente una vicepresidenta lo niega para continuar diciendo que sí, pero sólo para las rentas más altas, y luego sale aclarando que esa subida no afectará al IRPF, pero puede que no haya más remedio que elevar el IVA... ¡Basta ya

¿No sería más fácil levantar la cabeza y desvelar la absoluta hipocresía de la derecha y de esos presuntos voceros de izquierda que sólo ven un Gobierno "a la deriva"? Zapatero puede empeñarse en ejercer un poder presidencialista en el que se cobra unas pocas medallas pero recibe una orgía de varapalos desde todos los frentes. También podría exigir una coherencia absoluta desde un progresismo moderno. Lo cual significa proclamar a los cuatro vientos algunas verdades incontestables: por ejemplo, que el PSOE ha aplicado en estos años políticas fiscales conservadoras, que fue un error suprimir el impuesto del patrimonio, que hay margen sobrante para elevar la presión fiscal sin igualar siquiera la media de la UE, que la contribución al fisco de los empresarios es sensiblemente menor a la aportación de los trabajadores, especialmente los asalariados...

En otras palabras: no se puede permitir que la derecha, propietaria del ideario de la mayor parte de los medios de comunicación (escritos, televisados y de Internet) imponga la definición falsa de una realidad en la que los acusados se hacen el haraquiri.

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