Mis rollitos chinos

En casa del doctor Ramírez

El doctor Roberto Ramírez goza de cierto prestigio en Malolos, una ciudad en los suburbios de Manila. Su padre fue regidor local y él ahora dirige una clínica y un centro de rehabilitación para adictos al shabu (metanfetamina), la droga número 1 en Filipinas y en la mayor parte del Sureste asiático.  El pasado Febrero organicé una visita al centro con otro periodista para preparar un reportaje sobre el tráfico de drogas entre China y Filipinas. Así fue como conocí al Dr. Ramírez y a toda su familia.

 En el centro de rehabilitación hay 37 pacientes, entre los 16 y los 63 años.  Cuesta unos 25.000 pesos al mes (unos 400 euros), aunque el precio es "negociable" según el caso. Algunos drogadictos llegan a través de ONGs y asociaciones de ayuda que les financian parte del tratamiento. Se trata de un tratamiento muy estricto, que empieza por tener que avanzar una hora el reloj. No entendí muy bien cuáles son los beneficios de vivir con una hora de diferencia respecto al resto del país, debe ser parte del proceso de aislamiento.

 

Tampoco acabé de entender porqué no me permitieron entrar al recinto con los hombros al descubierto. Menuda gracia tener que ponerme un jersey bajo el sol ardiente del mediodía y a una temperatura superior a los 30ºC.

 

Otra de las normas del centro es "no sex, no drugs, no violence". No me saben explicar qué hay de malo en el sexo cuando uno quiere dejar las drogas. Pero todo tiene que ver con que el Dr. Ramírez dice ser católico y muy devoto, como el 80% de la población filipina.  Su programa de rehabilitación para drogadictos "incluye" sesiones de catequismo, atención religiosa, plegarias en grupo y me imagino que excursiones domingueras a la iglesia más cercana (por cierto, en la catedral de Barasoain de Manolos, un templo construido originalmente por los españoles, se firmó la Constitución de Filipinas, "la primera democracia" de Asia).

 

Los dormitorios de los pacientes están en el sótano de un edificio que antes era un almacén, sin luz natural ni aire acondicionado. El día que fui a verles dormitaban en sus literas, muertos de calor. La austeridad forma parte del programa de rehabilitación, aunque cueste una pasta. En el patio hay una vieja canasta para que puedan jugar a baloncesto – el deporte nacional – y en una esquina un pequeño cobertizo con máquinas de ejercicios. Pero lo que más sorprende es la hilera de jaulas en un extremo. Por lo menos hay 40 perros encerrados, que ladran como locos cuando alguien se acerca." Los pacientes les sacan cada día a pasear", nos promete Ramírez.  "Si pueden hacerse responsables de un ser vivo, significa que pueden responsabilizarse de sus vidas", añade el doctor, ajustándose las Oakley sobre la nariz chata.

 

Terminada la visita al centro, Ramírez nos invita a su casa para que conozcamos a su familia. Al único que no tenemos ocasión de ver es a su hijo mayor, de 22 años. Con 22 años, el joven Ramírez decidió presentarse como candidato a consejero de distrito de Malolos, provincia de Bulacán, en las pasadas elecciones de mayo y andaba liado preparando la campaña. Ser político le viene de familia: el abuelo Ramírez ya fue regidor local. En el centro antidrogas tienen un poster electoral suyo colgado en la puerta. 

 

El hijo segundo de Ramírez, de unos veinte años, ayuda a su padre en la clínica.  Es un chico alto,  rechoncho y con cara de bonachón. Ni quiera las gafas de sol surferas de marca Oakley le dan el mismo toque macarra que a su padre. Se presta voluntario a conducir hasta casa para que el Doctor pueda hablar más relajadamente con nosotros. El coche familiar de los Ramírez es el último modelo de todoterreno de Toyota, con los cristales tintados, nuevo de trinca. El aire acondicionado está a tope y hace un frío que pela.

El coche canta mucho al lado los triciclos motorizados que circulan por los barrios de Malolos, mezcla de chabolas, miseria,  edificios coloniales en ruinas y establecimientos prefabricados de McDonald’s y JollyBee, el fast-food favorito de los filipinos (NO me quedé con ganas de probarlo).

 Al pasar por la plaza del mercado, Ramírez nos enseña unos carteles electorales de su hijo mayor, "probablemente, el candidato más joven de la historia de Malolos", dice el doctor, orgulloso. En el coche lleva algunas camisetas electorales, con el rostro de su hijo estampado en el centro y el logo de la clínica para drogadictos. En Filipinas nadie tiene problemas para reconocer que quién se mete en política lo hace para proteger sus negocios.

 

 De camino hacia su casa, el Dr Ramírez recibe la llamada de unos conocidos que le piden ayuda. La policía les ha pillado en una pelea ilegal de gallos y les ha puesto una multa. "Veremos lo que puedo hacer, os llamo luego", les promete Ramírez. El doctor se queda pensando unos segundos, con la mirada fija en la pantalla del móvil, antes de hacer una llamada. Sus contactos dan resultados. Ramírez es un pez gordo en Manolos. Hace cinco años se construyó una casita unifamiliar de tres plantas, pintada en color verde pastel. Frente a la casa hay un pantano de aguas turbias, rodeado de malas hierbas, que desprende un olor fuerte. 

"¿Es un lago? , pregunto.

"No, una piscifactoría", me aclara la hija pequeña, de 19 años.


El Toyota ocupa todo el patio, donde su esposa y una asistente doméstica lavan pantalones a mano. Aunque los Ramírez tienen por lo menos cuatro personas de servicio, la casa es un caos.  Hay ropa tendida en las escaleras, zapatos tirados por el suelo, juguetes sobre el televisor, una montaña de platos sucios en el fregadero, pieles de fruta en el sofá. Los Ramírez tienen dos hijos adoptados, un niño tímido e hudiozo, de unos  7 años y una de 3 que es una histérica. Cada vez que alguien le dice algo se pone a chillar.

Las familias filipinas tienen una media de 5 hijos. El concepto de planificación familiar es inexistente por la influencia de la Iglesia, a pesar de los problemas de superpoblación y pobreza que afectan al país. Cuando sus primeros tres retoños se hicieron mayores, los Ramírez decidieron adoptar. No me explicaron el motivo real, pero gracias a su posición acomodada hicieron un favor al pueblo filipino. El matrimonio tienen una chica de la limpieza, una niñera y hasta un mozo que hace de mayordomo-guarda de seguridad, que viven en la primera planta de la casa.

Las dos clínicas que regenta Ramírez y diversas propiedades inmobiliarias le han permitido ganar bastante dinero en los últimos años.  "Desde entonces, he recibido amenazas de secuestro" , reconoce el doctor. Así que decidió que lo mejor sería armar a toda la familia. Ahora en casa de la Ramírez hay 35 armas de fuego, contando las que les ha regalado a cada uno de sus hijos. "En Filipinas es fácil conseguir permiso de armas, no hay un mínimo de edad", explica el doctor, empezando a sacar las pistolas y fusiles tiradas de cualquier manera sobre la litera de los chavales, entre sábanas arrugadas. Entre ellas hay una M16 recortada y un fusil M30 de la Segunda Guerra Mundial, el último regalo de Ramírez a su hijo mayor, el metido en política. "Es un macho, como yo", dice el doctor que se considera un "amante de las armas". Se me pone la piel de gallina cuando Ramírez nos enseña la pistola que guarda cargada en el cajón de los calcetines de su habitación, que la niña pequeña puede abrir sin problemas.

  el Ramírez mostrando su arsenal doméstico

La presencia de armas de fuego es habitual en Filipinas, especialmente en Manila, donde hasta los guardas del 7-Eleven van armados.  El crimen y la violencia están muy extendidos, consecuencia de la pobreza y la corrupción. Algo tendrá que ver también con la ocupación yankee, pienso. Lo mismo pienso de la pasión filipina por la comida basura. Uno de los platos nacionales es el bocadillo caliente de mayonesa y queso, según he podido comprobar estos días.

 

Son las cuatro de la tarde y el hijo gordito-conductor aparece con dos cajas de pizza tamaño familiar, que acaba de ir a comprar. "¡Merienda!", anuncia Ramírez, abriendo las cajas. Una es de piña y gambas. La otra es de pepperoni. No sé si la palabra pizza encaja dentro de nuestra definición de  "merienda", una palabra que los filipinos adoptaron idéntica del castellano. Pero los filipinos comen a cualquier hora, así que siempre hay excusa para merienda. Es la tercera vez que comemos en cuatro horas. En el centro de rehabilitación nos han dado pancit, versión filipina de fideos chinos fritos con soja, verduritas y cerdo, un plato de "sangre" frita  y varios kilos de mangos.  Rechazo la pizza pero acepto la manzana que me ofrece la señora Ramírez, una mujer corpulenta, con un fino bigotillo sobre los labios. Va vestida con una camiseta y pantalón corto de algodón rojo más parecido a un pijama y unas sandalias de plástico, todavía mojadas de lavar la ropa. Su aspecto descuidado contrasta con el de su marido, mucho más jovial gracias a sus gafas surferas y su camiseta ajustada marcando pecho. "Nos casamos con 15 años", me explica la mujer después de preguntar a nosotros dos si estamos casados.

Cuando se acaba la pizza, los Ramírez insisten en tomar una foto todos juntos en el salón. La niña histérica no para de chillar mientras la su madre la sujeta con fuerza. Desde el rellano de la escalera, una estatua gigante de Cristo en la cruz observa la escena con su mirada de sufrimiento.

 

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