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El científico aficionado

EL ELECTRÓN LIBRE // MANUEL LOZANO LEYVA

* Catedrático de Física Atómica, Molecular y Nuclear de la Universidad de Sevilla

Un grupo de científicos veteranos nos contábamos batallitas en el despacho de uno de ellos. Éste se levantó a mitad del jolgorio y nos enseñó una foto insólita. Se veía a cuatro hombres de espalda que caminaban por la nieve cuesta arriba. Dos portaban bolsas de plástico, otro una caja y el cuarto cargaba al hombro... ¡una bombona de butano! Eran astrónomos dirigiéndose al Veleta con el agua, las viandas y la calefacción a cuestas para llevar a cabo una observación de cuatro noches, allá por los años setenta del siglo pasado. Como no se veían sus rostros, nuestro amigo, que era el que había tomado la foto, los identificó. Todos son hoy respetados catedráticos o profesores de investigación. Las batallitas renovaron bríos y estuvimos de acuerdo en que, por muy plañideros que seamos siempre los científicos, teníamos que reconocer que la ciencia de este país había dado un paso de gigante en treinta años. Permanecimos un rato en silencio complacido y nuestro anfitrión nos preguntó si sabíamos quiénes tienen ahora el espíritu de los de la foto. Ante nuestro titubeo, respondió: los científicos aficionados. Esa pléyade de personas (son muchísimas) anónimas y discretas: astrónomos, botánicos, zoólogos, espeleólogos, paleontólogos, mineralogistas y un largo etcétera que tienen la ciencia como afición forman uno de los conjuntos sociales más amables e interesantes. Renuncian a los placeres estereotipados por el mercado y, a su vez, son una fuente potencial de riqueza. Caso aparte son los inventores, porque sus inventos han de funcionar y esto es ya harina de otro costal, sobre todo por culpa del malhadado primer principio de la termodinámica, que exige que el trabajo que realiza cualquier mecanismo sea menor que la energía que consume.

¿Existe conflicto entre los científicos profesionales y los diletantes? Lamentablemente no, porque la comunicación entre ellos es escasa, pero cuando se da, está llena de suspicacia y arrogancia. Y esto es así por ambos lados. Por parte de los aficionados, los problemas surgen cuando acuden a los profesionales no a asesorarse o a discutir, sino a comunicarles su gran hallazgo. La del científico se refleja en tirar a la papelera cualquier escrito que se le envíe que tenga mala pinta. En ningún momento se le ocurre pensar en renovar sus entusiasmos, quizá ya alicaídos, al modo del diletante.

Dejémonos de arrogancias estériles y hagamos fluida la comunicación entre los profesionales y los aficionados. Respeten los científicos a éstos y consideren continuamente los diletantes que su objetivo fundamental es disfrutar del placer de la investigación y que los descubrimientos llegarán o no, pero si llegan, jamás pasarán desapercibidos. Mientras mayor sea el número de científicos e inventores aficionados, más libre, próspera y divertida será la sociedad.

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