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Queridos difuntos

VENTANA DE OTROS OJOS // MIGUEL DELIBES DE CASTRO

Hace unos años, estudiando al lince en Doñana, descubrimos el denso lentiscal en que una hembra mantenía a sus jóvenes cachorros. Suelen hacerlo así. Durante una o dos semanas la madre, cuando va a cazar, escoge un lugar protegido para dejar a sus hijos, demasiado pequeños y revoltosos para acompañarla, volviendo luego a compartir con ellos el botín. Cuando encontrábamos una de estas guarderías esperábamos a que la familia la abandonara y entrábamos a ver qué había. Pueden imaginarlo: pieles y huesos de conejos, algunas plumas, a veces excrementos de las crías. En una ocasión, sin embargo, descubrimos un modesto túmulo de arena con las marcas inconfundibles de las uñas del lince adulto. Hurgamos y el hallazgo me sobrecogió: era un cachorrito muerto al que la madre había dado tierra, en sentido literal, cuidadosamente.

He de aceptar que mi conmoción fue del todo irracional. Los linces entierran a veces sus excrementos, y también tapan a menudo, de forma descuidada, los restos de las presas que no terminan de una sentada. El descubrimiento, por tanto, no significaba nada, aunque aparentara ser una muestra de respeto al pequeño fallecido. Días pasados lo he recordado al leer que una perra, en Ávila, había permanecido casi dos semanas inmovilizada en una cuneta al lado de su compañero atropellado por un coche. ¿Acaso no parece que estos animales sientan, como nosotros, el vacío de la pérdida del ser querido?

Los naturalistas se han interesado poco por la conducta animal ante la muerte, pero han reportado observaciones sobre cetáceos y primates, no en vano los mamíferos con cerebro más desarrollado. Aristóteles ya mencionó el caso de un delfín que transportaba el cuerpo de una cría, lo que se ha vuelto a ver en numerosas ocasiones. Las hembras de distintas especies de monos acarrean a veces pequeños momificados, incluso sin ser sus hijos, durante semanas. Los científicos, que rehúyen hablar de amor o compasión, consideran estas conductas como una extensión del comportamiento "epimelético", que se refiere al cuidado de los congéneres necesitados.

Entre chimpancés cautivos, sin embargo, se han observado comportamientos más perturbadores. James Anderson vio a tres individuos acompañando y cuidando a una vieja hembra moribunda, que una vez fallecida fue velada por su hija mayor durante toda la noche y limpiada al día siguiente. Tras el deceso, los supervivientes se acariciaron más entre sí, como consolándose, y durante semanas mostraron apatía y tristeza y evitaron el lugar donde dormía la muerta, como si estuvieran de luto. Anderson piensa que hay mucho que aprender en la tanatología animal.

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