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Por honor

EL ELECTRÓN LIBRE // MANUEL LOZANO LEYVA

Una máscara de microfiltros es un tormento, porque transforma la respiración de acto reflejo a acto voluntario. Ese fue el principal problema de los 180 ingenieros, técnicos y bomberos de Fukushima, porque así, respirando esforzadamente, estuvieron infinidad de horas tratando de contener el calor descontrolado de cuatro reactores nucleares deteriorados.

La temible radiactividad la vigilaban con buenos detectores, con vestimentas apropiadas y con la familiaridad que tenían con ella. Peor, mucho peor eran las posibles deflagraciones de hidrógeno, porque eran imprevisibles y podían estamparlos contra aquellos muros descarnados. La oscuridad se podía contrarrestar con las tenues linternas. La comida y el agua escaseaban y el sueño también, aunque este se olvidaba por la atención que había que tener hacia el compañero. Si alguno olvidaba respirar, podía caer de rodillas desvanecido y había que levantarlo animándole a recuperar el resuello. Si alguno, presa del agobio provocado por las máscaras, se veía tentado de quitársela para respirar libremente, había que disuadirlo aunque fuera con brusquedad, porque entonces sí que la radiactividad se volvería peligrosa al inhalarla.

Así, forzando en todo momento los pulmones y la voluntad, había que ingeniárselas para refrigerar las tremendas calderas atómicas. Sin bombas eléctricas, sin motores diesel, con apenas unos grupos electrógenos había que vencer la precariedad con las únicas armas de la inteligencia, la determinación y la disciplina. Había que confiar en quienes mostraban más resolución e ingenio. En los compañeros.

Algunos tenían familias afectadas por la catástrofe y otros incertidumbre sobre sus allegados, pero había que resistir el dolor y batallar con aquellos monstruos. ¿Por qué? A miles de kilómetros, en sus casas ante los televisores, en las tertulias frente a micrófonos jaraneros y tecleando en ordenadores los aspavientos de la crónica periodística del día siguiente muchos tenían la explicación: son kamikazes, suicidas; japoneses, ya se sabe. Los más sensibles quizá dudaran pensando que si alguno de aquellos 180 desertaba de aquel infierno a lo único que se enfrentaba quizá fuera a un despido laboral. ¿Por qué lo hicieron? Por la cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo. Así define el diccionario una palabra deteriorada por el manoseo miserable: honor. Nos guste o no, los 180 de Fukushima hicieron lo que hicieron simplemente por honor.

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