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La muerte del coche

EL ELECTRÓN LIBRE // MANUEL LOZANO LEYVA

* Catedrático de Física Atómica Molecular y Nuclear, Universidad de sevilla

Escuché al barón Thyssen-Bornemisza contar ante el cuadrito La Virgen del árbol seco, de Petrus Christus, que hubieron de recuperarlo para la colección, ya que un familiar suyo cabeza loca lo había cambiado por un Bugatti. Cada vez que veo el cuadro en el museo, considero que fue un mal cambalache porque si hubieran conservado el coche como el cuadro, hoy, al menos yo, lo apreciaría como obra de arte mejor conseguida aún que la pintura del flamenco renacentista. Dejando así sentado que soy un admirador apasionado de los automóviles y de la impronta que han dejado en el siglo XX, auguro que es máquina que va a pasar a mejor vida. Al menos, deberán quedar sólo vestigios deportivos y de aficiones estetas y algo extravagantes, como ocurre actualmente con los coches de caballos.

El rendimiento de un buen motor de gasolina está en torno al 40%. Pero eso es durante un funcionamiento teórico óptimo porque si contamos regímenes reales exigidos por frenadas, aceleraciones, atascos, etcétera, la eficiencia se sitúa en torno al 10%. Si consideramos un promedio de un conductor y un pasajero –es decir, un 10% del peso del automóvil–, sólo el 1% de la energía química almacenada en el depósito mueve carga útil. Ahora, hay que añadir el coste energético de producción, transporte y destrucción del vehículo, junto con el necesario para extraer petróleo, distribuirlo, refinarlo para obtener gasolina y transportar ésta a las gasolineras. ¿En qué queda ese 1% de eficiencia energética? En un escalofrío. He dejado aparte lo que supone de consumo energético la construcción de infraestructuras, como carreteras y demás, porque pueden ser útiles en otro escenario futuro.

El mundo consume en la actualidad unos 80 millones de barriles de petróleo al día. Al transporte terrestre, se destinan 50, de los cuales 20 se dedican a trasladar mercancías y 30, a personas; o sea, a mover los coches. Los ciudadanos de países emergentes van a querer vivir como nosotros. Puesto que lo que mejor define nuestro modo de vida es el coche, el asunto puede dispararse porque la principal característica de esos congéneres es que son muchísimos. Si las reservas de petróleo fueran ilimitadas y la atmósfera fuera insensible al CO2 emitido por los tubos de escape, todo lo anterior nos dejaría al pairo como hasta ahora, pero, ¡ay!, sospecho que toda esta locura automovilística se va a acabar. Llegará el hidrógeno o no (el esperpéntico biodiésel es más de lo mismo), aumentaremos la eficiencia energética de producción, distribución y consumo de electricidad, tendremos fuentes limpias como la fotovoltaica y la nuclear, pero nos moveremos en bicicletas y en lindos medios colectivos de transporte. Todo ello es racional y deseable; pero, cuando vayamos a un museo, sentiremos estremecimientos de placer ante un bellísimo Ferrari Testarossa.

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