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Las fronteras de la vida

DE PUERTAS ADENTRO // MARÍA ÁNGELES DURÁN

Cambiantes e inciertas son las fronteras de la vida. No consiguen ponerse de acuerdo biólogos y legisladores, pero aunque lo lograran, siempre habrá un antes y un después al que los científicos no saben contestar. A los no especialistas nos toca decidir, que no es igual que saber, en qué medida somos herederos de las algas, del perro y del mono. No lo resolveremos solamente con un recuento de genes, porque es heredero quien recibe la herencia, y heredar e identificarse es un acto que corresponde a la voluntad y los afectos, no a los cromosomas.

Si la frontera de entrada en la vida se ha revolucionado en un siglo, la frontera de salida sigue anclada en el pasado. O incluso peor que en algunos pasados. Hace siglos que en tierras cordobesas los senequistas expusieron su derecho a cortar por sí mismos el hilo que les unía con el tiempo. El derecho a abreviar la enfermedad, la agonía, la inexorable espera de la muerte. No se sentían obligados a soportar los preámbulos del dolor y la pérdida de conciencia. Creían tener derecho a anticiparse a la muerte decretada por otros, a tomar por sí mismos las decisiones relativas a su fin.

En la tradición estoica y mística española la muerte no asusta, no se vive de espaldas a ella. No es un espacio incierto, sino una transición inevitable, y para los místicos, incluso ansiada y gozosa. Es riquísima la tradición literaria y pictórica derivada de La Leyenda Dorada (Legenda Sanctorum) del dominico Jacobo de La Varezze (siglo XIII). Este libro, del que se hicieron infinidad de copias y sirvió de inspiración a innumerables sermones y prédicas, relata con detalle el momento en que María recibe el suplicado anuncio de que morirá dentro de tres días y podrá reunirse con su hijo y los seres queridos que la han precedido. En el primer texto castellano de autor conocido (Los Milagros de Nuestra Señora, siglo XIII), el precursor de los místicos españoles Gonzalo de Berceo decía, refiriéndose a un obispo de conducta ejemplar y muy querido, que cuando le llegó la hora que hubo de finar, la Virgen Nuestra Señora no le dejó luengamente lacerar (sufrir), y le llamó a su lado, a la Gloria, sin esperar a que el tiempo acabase su labor destructora.

Sin embargo, en la conquista de libertades individuales que caracterizan la lucha política de la Modernidad, los derechos de salida siguen siendo territorio vedado. La voluntad del ciudadano se secuestra en el último momento y otros deciden su ceremonia del adiós. Con una tecnología y organización médica como jamás se había podido disfrutar, a los hombres y mujeres del siglo XXI no les queda el consuelo de pedir a una mano amiga que haga por ellos lo que hizo la amorosa mano de la Virgen de Berceo.

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