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CIENCIA DE PEGA // MIGUEL ÁNGEL SABADELL

Un bosnio, Radivoje Lajic, dice que los extraterrestres le odian. Desde noviembre del año pasado le han caído encima cinco meteoritos. Profesores de la Universidad de Belgrado confirman que las piedras proceden del cielo, no de gamberros de su ciudad, Gornja Lamovite. En la Universidad buscan variaciones en el campo magnético local que puedan explicar tan peculiar atracción (una idea descabellada como cualquier otra). El peculiar damnificado cuenta que las piedras sólo caen cuando llueve con fuerza, nunca cuando hace Sol, y sostiene: "Estoy en el punto de mira de los extraterrestres. No sé qué he hecho para molestarles, pero no tengo otra explicación que tenga sentido".

Con independencia de su veracidad, esta historia nos ilumina sobre un peculiar proceso de nuestra mente: la necesidad de tener certidumbres. Demandamos explicaciones que nos den seguridad, nos afanamos por encontrarlas y somos capaces de asirnos a un clavo ardiendo por sentirnos a salvo. La incertidumbre nos molesta y a bastantes les produce ansiedad. Posiblemente sea producto de nuestra época en la sabana, cuando debíamos identificar con rapidez esa sombra que se acercaba. En el caso de Lajic, él usó el folklore propio del siglo XX: los extraterrestres. Si hubiera vivido en el siglo XVIII, quizá hubiera usado al diablo. La explicación puede ser absurda, pero nos aferramos a ella porque nos tranquiliza. Ahí está el quid: en situaciones con un alto contenido emocional no buscamos respuestas correctas, sino aquellas que nos reconfortan. Y no soportamos pensar que las cosas sucedan porque sí; somos incrédulos hacia la casualidad.

A esto debemos añadir lo incompetentes que somos a la hora de evaluar situaciones de riesgo. Sabemos distinguir entre lo que no comporta ningún riesgo y lo que sí lo tiene, pero somos incapaces de diferenciar entre un acto que tenga un 1/10.000 de riesgo de otro con un 1/100. Y aún más grave: mientras dejamos de realizar ciertos actos porque comportan riesgo, asumimos otros donde el porcentaje de riesgo es mayor. Por ejemplo, tememos volar por el miedo a un accidente, pero nada nos impide coger el coche, cuando la probabilidad de morir es mucho mayor.

Nuestro cerebro nos hace creer que un acontecimiento es muy probable basándose no en pulcros cálculos probabilísticos, sino en un motivo más mundano: es más probable lo que con mayor facilidad se imagina y más impresiona emotivamente.

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