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Cave canem

ORÍGENES // JOSÉ MARÍA BERMÚDEZ DE CASTRO

Compartimos un ancestro común con los chimpancés que vivió en África hace entre cinco y seis millones de años. A pesar de ese largo periodo de separación de nuestros respectivos linajes evolutivos, aún compartimos con ellos el 99 por ciento de nuestro patrimonio genético. El pequeño porcentaje que nos distingue a nivel genético es responsable de nuestras diferencias anatómicas, como los cambios esqueléticos que en nuestra especie posibilitan la postura erguida y la locomoción bípeda, o el gran tamaño de nuestro cerebro, que triplica el de los chimpancés. Hemos adquirido nuevas áreas cerebrales que nos permiten realizar funciones únicas, como la comunicación de conceptos y símbolos mediante un lenguaje sofisticado. Pero todavía tenemos muchos aspectos en común en la biología social y del comportamiento que, en todo caso, han adquirido en los humanos un mayor grado de complejidad.

Un ejemplo muy interesante es la territorialidad, que está unido a un comportamiento necesariamente agresivo relacionado tanto con la defensa como con la apetencia territorial. Nuestra percepción de territorio es más compleja y tiene un alcance mucho mayor, pero sus fundamentos son exactamente los mismos. Cuando adquirimos un terreno nuestro primer impulso es cercarlo, para advertir a los demás sobre los límites de nuestro territorio. Y que decir de nuestro comportamiento en el reducido espacio de nuestro vehículo particular. Los chimpancés defienden con gran agresividad su territorio de otros grupos para preservar su despensa natural. Los seres humanos hacemos lo mismo para defender las riquezas materiales o los recursos energéticos. El ingenio de nuestro cerebro es capaz de idear loables propósitos para justificar las agresiones entre naciones, sobre todo en un mundo globalizado donde las guerras se televisan en directo con su diabólico guión. Los nobles deseos de independencia territorial tienen su base en los mismos principios biológicos. En todos los casos las consecuencias son terribles y parece que somos incapaces de aprender las lecciones que la historia nos enseña.

Sin duda es muy difícil eludir nuestra dependencia de los genes, pero al menos deberíamos tener una conciencia crítica de lo que somos y de lo que guía nuestros impulsos naturales. En la medida de lo posible nuestra inteligencia debería saber conciliar esos impulsos con los intereses comunes de todos y justificar así el calificativo de "humanos" que nos hemos asignado a nosotros mismos para diferenciarnos de otras especies. Desde luego la misión no me parece nada sencilla.

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