Ciudadano autosuficiente

Los cinco mejores timos de la comida industrialista

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Jesús Alonso Millán

No deberíamos tener nada en contra de la industria alimentaria, porque no podríamos vivir sin ella. Nos proporciona cosas tan buenas como el salchichón (diga lo que diga la OMS) o las sardinas en aceite. Otra cosa es la alimentación industrialista, que nos vende alimentos de baja calidad a elevado precio, multiempaquetados, hiperprocesados y adobados con montones de aditivos.

Estos alimentos están diseñados para resultar adictivos, sacando partido de nuestra apetencia innata por la comida dulce, sabrosa, salada, grasienta, blanda y/o crujiente. Lo peor es que no se venden tal cual, sino que se envuelven en una espesa nube de información falaz que usa trucos como estos:

 

La información nutricional: Dosis Diaria Recomendada y similares

El truco: apabullar al público con tablas que muestran el contenido en hidratos de carbono, grasas, sodio, etc. del producto, expresado como un porcentaje de lo que deberíamos comer cada día. Así, podemos comer una bolsa de patatas fritas (un combinado de sal y grasa sobre delgadas obleas de patata, aproximadamente lo contrario de una buena comida) pensando que estamos ingiriendo un determinado porcentaje de los nutrientes que necesitamos a diario, dentro del  mítico equilibrio nutricional.


Los alimentos que aportan

El truco: convertir un producto de mala calidad en un compendio de perfección alimentaria a base de listar "lo que aporta". Por ejemplo, los cereales de desayuno, obleas presurizadas de harina de maíz con mucho azúcar, se convierten como por arte de magia en elementos imprescindibles de nuestra dieta que nos aportan hidratos, grasas, minerales, vitaminas A, B, C, D, etc.

 

Los alimentos que previenen

El truco: buscar, hallar e hinchar todo lo posible un problema real de la salud y a continuación tunear un alimento para que lo resuelva o impide su aparición. Por ejemplo: la hipertensión arterial o la pérdida de hueso por osteoporosis. Añadiendo cosas misteriosas a yogures (L. imunitass, megafitoesteroles vegetales, metacitrato de calcio trans, etc.), los convertimos en el remedio soberano.

Hay muchas variedades de botellitas y tarritos de éstos, que hay que tomar todos los días del resto de tu vida (hay packs de ocho unidades a precio económico). El asunto ocupa a cientos de abogados de los fabricantes y a uno o dos de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria o la AECOSAN española, que se resisten a que las promesas de prevención de enfermedades figuren en el envase.

 

Los aditivos completamente seguros

El truco: los aditivos son legales (como la contaminación atmosférica), y nunca se usan por encima de las dosis seguras. Esto proporciona carta blanca a los fabricantes, que los usan para mantener precariamente en pie y más o menos presentables a alimentos de dudosa calidad. Por ejemplo: aunque ud. no lo crea, muchos envasadores de legumbres cocidas en tarros de cristal añaden conservantes a sus productos. Sospechosamente, las de mejor calidad no los contienen. Otro ejemplo: gambas congeladas que no confían en las virtudes de las bajas temperaturas para conservar alimentos y añaden previsoramente metabisulfito sódico, difosfatos, trifosfatos y polifosfatos. Las podéis encontrar en todos los supermercados.

 

La insana comida ecológica

El truco: poner a caer de un burro a los alimentos procedentes de la agricultura ecológica. El argumento implícito es que la comida industrialista tal vez no sea muy buena, pero que la comida ecológica no es mejor, puede que sea peor y además es un timo y solo apropiada para ecopijos. El argumento: si se compara el contenido nutricional (otra vez) de un alimento convencional y uno ecológico, no se aprecian diferencias.

La falacia consiste en decir que la carne de un cerdo criado en Dinamarca (por ejemplo) inmóvil en una jaula y alimentado con pienso industrial es equivalente a la de un cochino criado en Extremadura (por ejemplo) en régimen de montanera, triscando por el monte y comiendo bellotas a placer. Pues sí, midiendo sus porcentajes de nutrientes son iguales, pero por alguna extraña razón la gente prefiere la carne del cerdo número dos a la del número uno, aunque sea más cara.

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