Ciudadanos

Darle al cierzo

José Antonio Labordeta

Cuando en mi tierra se levanta el aire del noroeste y arranca todo, arrebata con ira los que encuentra a su paso y, desgarradas las nubes de la lluvia, nos deja el paisaje desértico de Los Monegros, todos los de la zona murmuramos por lo bajini al principio: "Ya está aquí el cierzo"; pero cuando lleva unos días atravesándonos la paciencia del tópico, cabreados decimos : "Ya se podía parar esta ciercera".

Nuestra ilusión con este aire es que se llevara de nuestros lares a todos aquellos que nos desestabilizan la paciencia y nos llevan a lugares comunes que nos gustaría que, junto con el polvo terrible de los caminos secarrales, se los llevara lejos, mas allá de la mar Mediterránea, que no tiene la culpa de nada.

Con curiosidad esos aliñados petimetres de la polis, la banca, los negocios, los ocios encarecidos y la salvación de las almas están por todos los lados y se agarran a las esquinas de los edificios para que el aire se lleve tan sólo al mendigo de enfrente, a la niña pindonga, al estudiante despistado, al poeta burócrata y a la mujercica que viene azacanada de su rosario de las seis. Mucha gente se pregunta qué se puede hacer para que desaparezcan.

Mi madre, una mujer campesina, me decía: "Hijo, éstos han echado raíces de polo a polo". Y entonces piensas que la única fuerza capaz de moverlos, desestabilizarlos y que sientan un poco de temor, es convocar a esa ciercera brutal que en los días de enero baja de mala leche por el valle del Ebro. Aunque, visto lo visto, sólo nos queda seguir dándole al cierzo hasta que el cuerpo aguante.

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