Civismos incívicos

De manteros y negociaciones

La semana pasada todos los medios catalanes se volcaron en el anuncio realizado por parte de las poblaciones de Calafell y El Vendrell de crear zonas de tolerancia para la venta ilegal ("top manta"). Mientras escribo estas líneas, está prevista en Calafell una manifestación contra los "manteros", y no parece que el tema vaya a desaparecer de las sobremesas.

El debate mezcla tantos elementos que es difícil simplificarlo: los ayuntamientos de quejan de la inactividad policial y/o del Departamento de Interior, los comerciantes se quejan de los manteros y de los ayuntamientos, todos se lamentan por la "mala imagen" que dan las persecuciones de vendedores ambulantes, y ningún mantero ha dicho aún esta boca es mía.

Lo más sorprendente, no obstante, es precisamente la sorpresa que ha suscitado la revelación de que, en temas de seguridad ciudadana, la negociación no es la excepción, sinó la norma: en todos los municipios se negocia con los manteros y se aplica la ley con discrecionalidad. A veces de forma informal e individual, como cuando un policía decide no intervenir al no observar alteración de la convivencia ni recibir ninguna queja ciudadana. Otras veces de forma más articulada, como cuando una Policía Local o una Área Básica Policial opta por relajar o aumentar la presión sancionadora, dependiendo de las presiones del momento o de la necesidad de controlar los efectos perversos de la mano dura (aumento de la pequeña delincuencia, por ejemplo). Y en otros casos, son los mismos consistorios los que deciden iniciar procesos de negociación a largo plazo que permitan establecer espacios de diálogo, reducir tensión y proteger los intereses y necesidades tanto de los comerciantes como de los ciudadanos y de los manteros.

En el caso de Calafell y El Vendrell, me temo que precisamente la atención mediática de estos días impedirá a corto plazo la articulación de un proceso de este tipo, además de poner a los manteros en una situación de mayor vulnerabilidad. En otros municipios, sin embargo, la existencia de mesas de negociación con representantes de vendedores ambulantes sin papeles, policías y técnicos municipales está abriendo las puertas a políticas públicas de seguridad que huyen de lógicas racistas, que afrontan la realidad (en lugar de negarla), que aplican un marco legal que incluye la Ley de Extranjería, pero también los convenios internacionales y los Derechos Humanos y, sobre todo, que ponen por encima de los intereses particulares el bien común y la convivencia.

En todo el mundo, en realidad, las mejores experiencias de abordaje de los retos vinculados a la seguridad ciudadana han partido de la complicidad de todos los actores implicados con la mejora de los entornos urbanos: de responsables municipales que han optado por salir de las lógicas heredadas para buscar soluciones creativas a los problemas, de ciudadanos que han renunciado a la cultura de la queja para responsabilizarse del devenir de sus calles, de colectivos marginales que se han organizado e implicado en procesos colectivos, y de comerciantes que han puesto por delante del beneficio inmediato la apuesta por la convivencia (dejando de vender alcohol a ciertas horas, por ejemplo, para contribuir a la disminución de la violencia vinculada a los estados etílicos; o no permitiendo la entrada de niños y adolescentes en horario escolar para combatir el absentismo en los colegios).

Ahora que tenemos el debate sobre la mesa, esperemos que no se nos pudra en el laberinto de las acusaciones mutuas, la insolidaridad y las visiones particulares y a corto plazo, y que de él salgan reforzadas las iniciativas que, en muchos lugares, están sabiendo crear procesos de responsabilidad colectiva.


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