Por Jemi Sánchez (@JemiSanchez)
En el siglo de las redes sociales cada vez nos gustan más las etiquetas. Los hashtags son tendencia porque nos hacen sentir a la última. Pero las etiquetas no son nuevas, llevamos años etiquetando todo lo que nos gusta y también lo que no nos gusta. Como siempre, las etiquetas negativas son las que más pesan y las hemos ido diseñando como sociedades a base de estereotipos. Etiquetamos a las mujeres, al colectivo LGBTIQ+, a las personas con diversidad funcional, pero en el verano de 2018 en la cumbre del ranking se encuentran las personas migrantes, y estoy segura de que migrar nunca quiso ser Trending Topic.
Conscientes de eso, muchas personas ya no hablamos de inmigrantes, sino de "#migraciones". Hablamos de una circunstancia, no de una condición. Si migrante es una etiqueta, inmigrante son dos, porque la persona transita de un lugar a otro, y además llega por la puerta de atrás y sin invitación. Y una vez que llega, la bienvenida no es tan acogedora, a pesar de movimientos que resisten con banderas blancas entonando "RefugeesWelcome" que se hace extensivo a toda la realidad migratoria. Nos han educado en la cultura de las fronteras políticas, sin darnos opción a entender que por encima de ellas están los derechos de las personas. Personas humanas, esa es nuestra verdadera condición.
El ciclo de las migraciones tiene que dejar de ser peyorativo y liberarse de etiquetas que pulverizan en nuestras redes tantos miedos y odios. Para eso tendríamos que analizar por qué los vértices de una almohadilla pueden llegar a hacer tanto daño. Darle la vuelta a esos posicionamientos debería ser fácil: es curioso cómo intencionadamente ignoramos el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
"Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado [...]. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a su país".
Lo avisaba la Declaración, migrar no quería ocupar tantas horas de televisión, coronar nuestros periódicos o monopolizar las redes. Solo quería ser un derecho. Y si inmigrar y emigrar son derechos según nuestra sabia Declaración, ¿por qué no gustan las migraciones? ¿Por miedo? ¿Por desconfianza? Quizás haya que trabajar más la memoria y la empatía. En cualquier caso, no gustan.
En la memoria se anclan, por ejemplo, hashtags que buscan consuelo desesperadamente, tan duros como "#Tarajal". Sin embargo, nuestra empatía, enferma de inanición, sigue viendo un abismo enorme y oscuro entre África y Europa. Hay que alimentarla.
Hace unos meses conocí a B.K., parecía menor de edad, pero la Policía y él mismo aseguraban que tenía 18. En esas circunstancias tremendas me explicó que necesitaba hablar con su madre para decirle que había sobrevivido al periplo de Mali a Granada, al mar, a las vallas y a todo lo demás, aunque su camino aún no hubiera concluido.
Sacó el móvil envuelto concienzudamente en una bolsa de plástico, sin batería, sin cargador y sin wifi. Tenía de nuevo el viento en contra, como el fuerte poniente al que habían sobrevivido cuatro días antes cruzando el Mar de Alborán. Pero, en su juventud, después de lo vivido y de lo que le quedaba por vivir, estaba dispuesto a superar todos los obstáculos.
Y claro que habló con ella.
Ese chico llamando a su madre desde la estación de autobuses de Granada también es la dura imagen de la Frontera Sur. Tremenda realidad detrás de cualquiera de nuestras egoístas etiquetas, por creernos una sociedad de primera. Migrar es valentía. Por eso, antes de etiquetar deberíamos hacer el sano ejercicio de entender la situación traumática y las miles de historias de vida que hay detrás de tomar la decisión de migrar o de verse en la obligación de hacerlo.
Después de eso podremos gritar al mundo que #MigrarNoEsDelito, que queremos dar una #AcogidaDigna y que, sobre todas las etiquetas, #NingunaPersonaEsIlegal.
Comentarios
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