Por Andri Castillo Söderström (@hilocrudo)
Aullar es consuelo, pero también es aviso. Y algo se mueve con vitalidad en los intestinos de este invento, algo que contrasta con la vocación xenófoba y excluyente del discurso político más ruidoso.
Algo se gesta y resiste bajo la aparente aspereza, perseverando sin pausa más allá de la sombra. La belleza no ha muerto, que nadie se rinda. Palpita en el corazón de este ovillo, late con brío en las sonrisas diversas y cómplices que jalonan mis paseos, en el testimonio valiente de los que no han perdido, pese a todo, su sentido de la justicia. La encarna esta mayoría amable, respetuosa y flexible que no tiene, frente al berrido inflamado, quien le ponga letra a su silencio.
La siento fluorescente en la generosidad de todos mis desconocidos, en la militancia de los que han decidido combatir sus miedos con enérgico "Amor: la única religión sin templo que -oh milagro- nos hace felices".
Está ahí, fluorescente y obvia en las manos que sostienen las puertas abiertas, que ceden el espacio, la palabra, el turno y el asiento; en los empecinados 'buenos días' de cada vecino de esta espléndida colmena en la que no sobra nadie, y en el reconocimiento rendido de la fragilidad del otro, también de su grandeza.
Respira en los ojos conmovidos de los que sufren con la afrenta diaria hacia aquellos que no pueden defenderse, se asoma a las voces duchas que reivindican sin descanso la igualdad desde cualquier escenario que se presta, reverbera en el espíritu de todos los que se sienten aludidos cuando el que sangra respira, aún sin ser un hermano.
La solidaridad y el espíritu de acogida son ahora un modo de insurgencia, la respuesta humanista a la barbarie, el modo resiliente de combatir a los únicos monstruos que existen, los únicos invasores.
Esos que sentencian impasibles pervirtiendo el orden justo, azuzando a las hienas, arrinconando a los verdaderos hombres, convirtiendo el paisaje en un rentable campo de minas. Esos que conspiran impulsando un modelo fiero, frívolo e intolerante en el que abundan los trucos, las falacias, los espejos y la superchería. Su discurso no tiene piedad y nos educa a temer imponderables, a porfiar de los otros, a penalizar al distinto y a reivindicar nuestros derechos por sobre los de los demás.
Nos apabullan a diario con discursos alarmistas que apelan a la discordia y al rechazo, recurriendo a argumentos arbitrarios que las estadísticas se han encargado de desmentir una y otra vez. Se empeñan en amotinarnos contra la libertad de nuestros vecinos, convirtiéndonos en rehenes de miedos infundados, en ciudadanos temerosos, infantiles, sin criterio, porosos y sensibles a su propaganda hostil.
Son persuasivos y su maquinaria es ruidosa, pero el humanismo es tan extraordinariamente seductor, lo que nos conecta es algo tan íntimo y natural, que es difícil desoírse y desoírnos, no despertar, no rebelarnos.
El instinto nos señala claramente el camino. Y es tan cálido y gratificante rescatarse a uno mismo tendiéndole la mano al otro, es tan reconfortante la sonrisa del mundo y nos procura tanto consuelo su abrazo, que entiendes que la única respuesta es comprendernos como una unidad. Insistir en la pedagogía del nosotros. La felicidad no es otra cosa. La paz no encontrará nunca otro camino.
Lo demás es patraña y leyenda. La única razón que incita a una madre a poner en riesgo la vida de sus hijos subiéndolos a una barcaza que puede zozobrar, es la absoluta convicción de que les está rescatando... Que les salva de algo peor.
Y basta con comprender ese gesto para entender lo que mueve el mundo y convierte los muros, las vallas o el mar abierto en un obstáculo sólo para la imaginación.
Nadie sobre la faz de la tierra puede arrogarse el derecho de frenar el impulso de poner la vida de los tuyos a salvo. Nadie. Nadie tiene potestad para decidir quién tiene o no derecho a viajar, a soñar, a superarse.
No solo es inhumano, también es imposible. Una forense italiana describe esta imagen: unas notas escolares cosidas a mano en el reverso de la camiseta que aún viste al cadáver de un niño de Mali ahogado en aguas prohibidas. Puedo sentir la fractura literal de algo dentro. Me duele días el corazón pensando en este contraste infernal: la belleza apabullante que encierra el gesto del crío haciendo que le cosan a la ropa lo que él entendió quizás como el mejor pasaporte, y el despiadado desdén de este sistema podrido y obsceno cuyos promotores no tienen más derecho que ese niño desaparecido a respirar. Acaso menos.
Nadie vivo puede permanecer impasible ante esta imagen, nadie con sangre en la venas. La desinformación ha provocado desastres, la ignorancia ha facilitado la tarea. Por eso hay que militar y hacer pedagogía. Infatigables. Ser más humanos que nunca.
Observa en silencio el sabio sabiendo que en esta cancha solo se respeta el ruido. Y uno cae en la tentación de sentirse solo; no ya ante la tremenda injusticia, sino también ante ese púlpito vacío de voces ejemplares. Es inquietante la extrema tontería, pero la belleza no ha muerto. Tampoco la verdad.
Escucho el discurso enardecido de aquellos que se apropian sin pudor del mapa, subrayando las fronteras como si no fuera de hecho el mismo espacio abierto, elástico y tolerante que presiento y habito. Chillan exaltados. Son escandalosos. Pero nosotros somos más, porque somos todos.
Somos incluso ellos, pero en su cerrazón aún no lo saben. Porque lo que nos impulsa y nos hace solidarios, empáticos y tolerantes sigue aquí presente, es intestino. Las instituciones no lo recogen, la mayoría de los partidos no lo reflejan y podemos manipular o dejarnos engañar entrando en el fatídico juego de honrar y vengar banderas como si tuvieran el valor de una sola vida, pero en el fondo solo la paz social nos procura consuelo y alivio. La solidaridad está en la calle. Puedo respirarla, no me rindo. El odio es fácil de sembrar, pero nada es más contagioso que el amor. Disfrutemos de esta formidable ventaja de no sentir al otro como una amenaza. La tolerancia nos hace libres. Yo conservo la fe en nosotros, tengo mis razones.
Comentarios
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