La barca

Barca varada en una playa de Bolonia (Cádiz). Foto: Pilar Lucía López.
Barca varada en una playa de Bolonia (Cádiz). Foto: Pilar Lucía López.

Pilar Lucía López (@PilarLucia7)

Volví a esa playa solo por ver la barca. Allí estaba medio hundida en la arena, como si hubiera querido cambiar el mar por la tierra. Cerca de la proa, sobre la franja roja, tenía pintado un nombre: Rabia. Y al otro lado, por babor, lo mismo en letras árabes. Desde la popa parecía que alguien la hubiese aparcado en una concha gigante.

Di varias vueltas alrededor de ella sin atreverme a tocarla. Luego me senté a unos metros mirando el horizonte. Los pies y las manos enterrados en la pequeña duna. Soplaba un levante fuerte que me levantaba el flequillo como una vela. Hubiese querido que se llevara también ese recuerdo, pero nunca podré olvidar ese viaje cuando crucé el estrecho. Cada día me pregunto cómo logré hacerlo.

Hacía mucho frío en aquella cala donde se habían juntado veintisiete personas. A todos nos salía humo de la boca. La mayoría eran hombres jóvenes, subsaharianos y magrebíes. Tres mujeres llevaban los bultos en la espalda. Una de ellas apretaba un bebé contra sí envuelto en una pañoleta verde que le cubría casi por entero. Solo se le veían las manitas pegadas al pecho de su madre. Me parecieron dos pequeñas estrellas de mar.

Yo daba palmadas y saltos de un lado para otro para calentarme. Otros caminaban en pequeños grupos hacia arriba y abajo sin alejarse mucho. Todos esperábamos a Yasir. Nadie sabía quién era, pero nos bastaba conocer que era el nombre supuesto del conductor que nos llevaría a la otra orilla.

Amanecía en el momento que llegaron dos hombres en una barca negra con una franja rojiza. Ambos saltaron con agilidad por la borda. Empapados hasta las caderas, llegaron a la orilla haciendo gestos que no comprendíamos. El más fuerte empezó a dar órdenes secas. "¡Una fila!¡ Venga, el dinero en la mano! ¡Yala, yala,yala!", gritaba cada segundo. Mientras su acompañante recogía los billetes como si fueran entradas para el cine y los contaba uno por uno. Una hilera de ojos les miraban atónitos.

De pronto dio un empujón a un hombre, luego a otro y los sacó del grupo. "¡Estos fuera! ¡Pesan demasiado!". Luego arrancó los bultos a las mujeres con un tirón brutal y los dejó en el suelo. "¡Esto se queda aquí!". Ninguna se movió de su sitio. Yo me llevé la mano a mi cartera y la oculté al fondo del bolsillo. Le miré de frente intentando prevenir su intención. El que parecía el jefe me apartó a un lado. Un temblor me recorrió la espalda como si una serpiente me subiera por ella. Protesté y le dije que yo también había pagado los tres mil euros. No me contestó. El ayudante me sujetaba el brazo con fuerza y yo hice por soltarme. Me dio un puñetazo en el hombro tan fuerte que lo dejó entumecido un buen rato.

Luego ordenó que todos subieran a bordo con más gritos. Todos obedecieron al instante y entraron uno a uno en el agua para llegar a la barca. Las mujeres se remangaban las túnicas y algunos hombres les ayudaban a subir. Todos se amontonaron como si fuesen fardos de ropa. Un amasijo de colores y caras negras y más claras se fundió en los asientos de madera. El ayudante subió el último. Fue colocando cerca de la popa tres depósitos de combustible en una caja verde de plástico. El ronquido del motor en marcha y el tufo del gasoil me estremecieron. No podía quedarme en tierra. Le dije al jefe que yo iba a subir señalando la barca.

Me miró fijamente y dio vuelta a mis brazos explorando mis músculos

-¿Sabes pilotar, no?-, Fruncí la frente como si no hubiese entendido la pregunta.

-¿Eres pescador, no? Pues venga, yala, coge el timón y arranca de una vez...

-No soy piloto, solo he acompañado a mi tío en la pesca–, le dije.

-Pues ahora vas a aprender, porque eres el capitán–, respondió y una risotada me estremeció.

Hizo un gesto con el brazo y el ayudante saltó por la popa con la agilidad de un gato.

No me moví del sitio. Pensé que se estaba burlando de mí. Que quería castigarme por haber protestado. De pronto sentí en la sien derecha algo duro, metálico. Una pistola me apretaba de lado. Yasir empuñaba el arma con firmeza. La sangre me latía por dentro tan fuerte que creí que ya había recibido el impacto de la bala. Después me puso el cañón en la espalda y me obligó a caminar hacia la barca.

-Vamos, capitán-, gritaba, –qué esperas. Mira, la tripulación está preparada. Si es muy fácil. Rumbo al sur. Son pocas millas-, y volvía a tronar su carcajada en mis oídos.

La gente nos miraba desde la borda. Tenían los ojos clavados en mí. Yo era su única esperanza.

La barca que me pareció amplia a primera vista, pero se volvió más estrecha una vez llena de personas. Pensé que se hundiría sin remedio nada más arrancar. Recé en voz baja y entré en el mar. Luego subí a bordo y cogí el timón clavando los dedos en su madera. El motor seguía en marcha. Olía a brea y algas, a gasoil, a miedo más que nada.

Aún no sé cómo estoy aquí, al otro lado. No quiero recordar ese horrible trayecto. Ni lo voy a contar. No puedo todavía. Cuantas veces pensé que iba a morir ahogado con mi tripulación.

Ahora estoy en la arena, sin tierra, sin nada, junto a esta barca que me trajo a esta playa.