La peste, como una tormenta en el mar

A bordo del Aita Mari la mañana del desembarco de los 79 rescatados en Italia / Marta Maroto
A bordo del Aita Mari la mañana del desembarco de los 79 rescatados en Italia / Marta Maroto

Marta Maroto (@_martamaroto_)

Shaw está bien. Sonríe al otro lado de la pantalla. Ya no tiene los ojos cansados que arrastraba de Libia y se ha cortado los rizos. Sigue en Sicilia y cerca del centro de migrantes en el que vive ha encontrado un trabajo en la construcción. Hasta hace poco seguía yendo a diario pese al desasosiego y la peste que todavía sacuden el país entero. Los que no tienen nada no pueden permitirse quedarse en casa.

Desde hace unas semanas ya no está con el resto de sus compañeros, 79 personas que a finales de noviembre lograron escapar de la tortura libia y se echaron al Mediterráneo. Permanecer en aquellas cárceles o volver al desierto, decían, era peor que "morir en estas aguas". Horas después, con el motor roto, alguien escuchó el eco de sus rezos y fueron rescatados por uno de los pocos barcos de salvamento que guardaban la zona. 

79 personas lograron escapar de la tortura libia y se echaron al Mediterráneo. Permanecer en aquellas cárceles o volver al desierto era peor que "morir en estas aguas"

La tormenta calló en seguida los gritos y abrazos de libertad. Fueron varios días de lluvia, olas que anegaban la popa y que balanceaban la cubierta del Aita Mari, empeñado a toda máquina siempre rumbo norte. Ya se atisbaba la costa italiana, pero ningún gobierno contestaba. "Soy optimista, tengo que pensar que las cosas saldrán bien y, en ese momento, confié", recuerda Shaw.

El mar fue el confinamiento. Algún día terminaría, Europa cogería el teléfono, venceríamos a aquel enemigo invisible de traje negro y una mascarilla también oscura que le tapa los ojos y hasta el alma. Pero nadie sabía cuándo llegaría el desembarco. La mayor parte de la tripulación había salido desde Pasaia hacía cuarenta días, la misión había superado ya una semana de encierro, a expensas de un Mediterráneo caprichoso que castigó noviembre. 

Ser marinero, decía siempre Marco, el capitán, es meter tu vida dentro de un cajón. Pasar lunas enteras en una cáscara de nuez, mientras el mundo sigue girando en tierra. Un parón, un paréntesis recorriendo una y otra vez esa línea delgada que separa Occidente de la guerra, acatando lo impuesto, solo para estar presente. Dispuesto a socorrer a un puñado de vidas que meses después, a salvo, sonreirán al otro lado del teléfono.