No me quiero morir de pena

La cantante Sole Gimenez durante su concierto en el Teatro de la Zarzuela el 6 de octubre de 2020. Foto: Franz Londres
La cantante Sole Gimenez durante su concierto en el Teatro de la Zarzuela el 6 de octubre de 2020. Foto: Franz Londres

por Lucila Rodríguez-Alarcón (@lularoal)

Llevo días perezosa. ¿Días? Quizá sean meses, ya no lo sé. Tengo la impresión de que mi vida entró en hibernación a principios de marzo y que ahí se quedó, congelada en el espacio, Madrid, y el tiempo frío de final de primavera. 

Ayer, decidí que ya estaba cansada de estar cansada. En mi calendario dos eventos realmente importantes iban a requerir de toda mi energía. Un cumpleaños y un concierto. 

Siempre he sido de celebrar mucho las cosas. Soy de esas personas a las que le gustan las bodas, las navidades, los bautizos y por supuesto, por encima de todo, los cumpleaños. Celebrar a alguien una vez a la año me parece el mayor invento del siglo. Obligarte a pensar en esa persona y dedicarle un tiempo, ya sea compartiendo un piscolabis, o eligiendo un detalle para sorprenderla. Concentrar todas las emociones de un año en un día y que el tiempo se pare y gozar sin interferencias del amor. 

De modo que, a media tarde, cerré el ordenador haciendo una excepción en lo que se ha convertido mi rutina de la nueva normalidad que consiste en trabajar sin parar desde que me levanto hasta que me acuesto. Me puse una camisa larga de leñador sobre mi camiseta agujereada y mis leggins desgastados y partí. Recorrí las calles desoladas de esta ciudad apesadumbrada y compré la flor más bonita. Y llamé al timbre. Entré, dejé la flor en el ascensor, y salí. Volví a llamar: "sal al balcón" y desde la acera de enfrente, como si fuera la Tuna, le canté el cumpleaños feliz con mascarilla. Ella no dijo ni mu, solo me miró con esa sonrisa dulce que viene a decir: "si me muevo me rompo". Acabado el homenaje, me despedí acongojada, y volví a mi casa. 

Una hora más tarde, me volví a cambiar de ropa y haciendo un esfuerzo sobrehumano, corrí a mi segunda gran cita del día, el concierto. El teatro estaba lleno con el menos de medio aforo que ahora se permite. Sin ninguna emoción ocupé mi asiento y esperé. Cuando salió la cantante la ovación fue espectacular. En ese momento, al sentir la energía colectiva de un público entregado sin que hubiera empezado si quiera el espectáculo, mi alma reaccionó. Sonaron los primeros acordes y los ojos se me llenaron de lágrimas y no dejé de llorar hasta que salí del sitio. Lloré sin pensar en nada. Lloré invadida por la música exorcizando meses de pesares y desvelos. Llevaba más de nueve meses sin escuchar música en directo. La música, y en especial los conciertos, han sido mi forma de evasión, mi tratamiento contra el estrés y la tristeza, desde que tengo uso de razón. Fluyo con la música y trasciendo. La necesito para sobrevivir a lo malo y para recordar que, como dijo la cantante, la vida es maravillosa per se. Dos semanas después de que empezara el confinamiento ya fuí consciente de que los festivales y los conciertos como los conocíamos, abarrotados, sudorosos y fusionales, iban a desaparecer durante un tiempo. Fue una de esas clarividencia que, de tanto en tanto, tengo. Luego, cuando semanas más tarde todas mis  previsiones se cumplieron lloré amargamente. Con eso creí haber hecho el luto. Pero hoy, al volver a estar ahí, al sentir toda la entrega de la banda, al escuchar a la cantante hablar sobre la cultura y la importancia de música, me derrumbé en un llanto eterno. No fuí la única. Fue un llanto colectivo.

Ayer volví a casa pensando que como sigamos viviendo así nos vamos a morir de pena. Yo puedo hacer frente a todos los males con amor y música. Un abrazo y un concierto y soy capaz de mover montañas. Y me lo están quitando. Y no me lo quita el virus, no, porque el metro sigue abarrotado, los gimnasios abiertos, el teletrabajo no es obligatorio, y el personal sanitario o educativo sigue siendo ampliamente insuficiente. Me lo quita el egoísmo de una clase política a la que yo y mis abrazos y mis necesidades culturales no le importamos una mierda. Tú que me lees, quiero que sepas, que sean cuales sean tus necesidades tampoco les importan una mierda, aunque sean mucho menos sofisticadas que las mías y consistan en tener comida o vivienda o educación o atención sanitaria. 

No me quiero morir de pena y no pienso permitirlo. Voy a convertir toda mi pereza en rabia, y toda mi rabia en fuerza, y toda mi fuerza en música y amor. Y el día menos pensado me voy a plantar en la puerta de Sol y me voy a poner a bailar, como ya hice hace 11 años. Eso, para empezar. Y luego ya veré.

O puede que me vaya de Madrid, incluso de España. Quizá emigre a un país lejano, si me dejan, si sus gentes me perdona por formar parte de esta sociedad y esta cultura que ha maltratado y despreciado a sus  pares. (Porque he de hacer notar que nuestras políticas migratorias son tan espantosas que más nos vale que no necesitemos una inversión del flujo migratorio debido, por ejemplo, a que en África la Covid-19 no puede sobrevivir, o a que, por culpa de a la crisis, nos quedamos sin trabajadores esenciales y sin reservas alimentarias, por poner dos ejemplos plausibles).

Sea como fuere te sugiero que empieces a pesar qué vas a hacer tú. Porque algo tendremos que hacer o acabarán con nosotras, sin que apenas nos demos cuenta, matándonos de pena.