Mi hermana Raquel es maestra de educación primaria. El pasado mes de septiembre, una vez empezado el curso la llamaron para trabajar en un colegio de Valladolid. Esta vez el reto era diferente al de años anteriores. La persona al otro lado del teléfono le explicó que sería una maestra de apoyo para niñas y niños ucranianos que no tenían familia y que serían tutorizados por la Junta de Castilla y León temporalmente.
Mi hermana reconoce que la conversación le dejó cierta sensación de inquietud. El interlocutor recalcó que las alumnas eran "especiales" y "difíciles". Hoy, 6 meses después de esta conversación, los sentimientos que la atraviesan son muy diferentes y tienen más que ver con la tristeza e impotencia. "Mala suerte", me dice, "han tenido muy mala suerte en la vida, podría habernos pasado a nosotras".
Llevo varios años trabajando en migraciones y solo dos cerca de la juventud que migra sola a través del proyecto europeo FA.B!. Es un caso especialmente doloroso. Cuando mi hermana me contó que habían creado una clase especial con profesoras de apoyo para estos jóvenes ucranianos, me pareció algo maravilloso. Por primera vez sentía que el Estado se hacía cargo o, al menos hacía un intento de adaptarse al ritmo que conlleva ser menor, aprender un nuevo idioma en un nuevo país y con una nueva cultura. Amortiguaba en cierto modo ese caer de golpe a un lugar desconocido y estar sola.
Mi intención era escribir sobre esto para dar a conocer que existen opciones de hacer las cosas bien o al menos inaugurar ese camino. Que cuando nos encontramos en situaciones difíciles que nos quiebran por dentro, como el desarraigo, la guerra o la pérdida de nuestros seres queridos, siempre habrá una comunidad que nos arrulle y nos de la bienvenida.
Tras hablar con mi hermana me asaltaron las emociones que siempre llegan cuando hablamos de niños y niñas que llegan a España sin sus familias. Raquel me habla de la privatización de los centros de menores donde viven algunas de sus alumnas. Las malas condiciones en las que viven los niños y niñas. Cómo evitan llamar a la policía cuando hay problemas para que no abran expedientes o puedan dejarles de conceder los contratos públicos. Si mi hermana o sus compañeras reclaman una inspección, avisan al director el día anterior para que esté "preparado" y por supuesto, ese día, milagrosamente, ninguna de las niñas o niños falta al colegio.
Boris acaba de salir del centro de menores infractores por un delito menor. Sin embargo quiere volver. Le cuenta a su profesora que en ese centro le tratan mejor que en el suyo -uno de los centros privatizados-. Quiere cometer un delito para cambiar cuanto antes. Está enfadado, no entiende lo que le está pasando. Su hermana era su única familia y fue adoptada antes de que saliera de Ucrania. Desde entonces no sabe nada de ella, ni siquiera puede hablar con ella por teléfono. Quiere volver a Ucrania y traerla de vuelta junto a él. "Creo que es una de las pocas cosas que le hace seguir adelante", comenta Raquel.
La rabia me recorre el cuerpo. Creo que a mi hermana le sucede lo mismo. Ha enviado ya varias quejas y la respuesta es nula. Cuando personas y partidos políticos hablan de la inversión en los mal llamados menas, hablan de las grandes empresas que se están lucrando del dinero que no llega a satisfacer ni las necesidades más básicas de estas y estos jóvenes. No hablemos ya de las necesidades emocionales.
En este artículo yo quería hablar de los otros menas. Esos menas que van al colegio, tienen profesoras de apoyo que respetan sus ritmos, les enseñan un nuevo idioma, viven en bonitos centros y pronto tienen amigos en su colegio, en su barrio, que les dan la mano y les muestran por dónde ir. Pero no hay otros menas. Hay niñas y niños sufriendo, que sienten soledad y abandono. Y un sistema de acogida roto, violento y con demasiados intereses económicos.
Con los ojos brillantes mi hermana me dice que, en realidad, muchos días solo quieren que les abrace. Dice que Víctor es tan grande que a veces le abraza demasiado fuerte. A fin de cuentas, todas queremos lo mismo, un buen abrazo. Un cuerpo que, cuando ya no podemos más, nos agarre al mundo.
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