Mireia Rimbau (@mireiarimbau)
En mi estancia en Grecia pensé mucho sobre el tiempo. Sobre cómo este puede cobrar significados totalmente distintos. Aun me obsesioné más en recordar, en no normalizar, en la importancia de nombrar y de personalizar las historias, entre tanta indiferencia mediática, instrumentalización de las vidas migrantes y violencia legitimada.
Patras es la tercera urbe más grande de Grecia, una ciudad de puerto que se encuentra en el Peloponeso, en el noroeste del país. Cada día, miles de locales y turistas se embarcan en el ferry hacia Italia, concretamente hacia Ancona, Bari o Brindisi. Para la realidad de decenas de personas, en su mayoría de Afganistán, pero también de Irán o de Paquistán, Patras es la frontera. Patras es el game. Así se le llama, en cualquier punto de frontera, al intento de cruzar, con la esperanza de poder continuar su camino. Las personas refugiadas, solicitantes de asilo y migrantes en las fronteras europeas, tienen derecho a cruzar la frontera sin ser violentadas, pero la realidad es que cada día miles de personas se juegan la vida para encontrar refugio. En Patras, el game consiste en cruzar la valla que separa la ciudad con el puerto, subirse a un camión, esconderse entre las ruedas y el vehículo, en un remolque, para que éste suba al barco y, durante más de 16 horas, sin agua, comida y con tensión, esperar llegar a Italia sin ser descubiertos. Hay veces que lo intentan cada día, hasta tres veces. De madrugada y de noche. El refugio que ansían, en muchas ocasiones no llega. Lo que encuentran es violencia, racismo y negligencia. La eterna espera.
Los chicos viven en una fábrica abandonada a pocos minutos del puerto. Cada tarde, alrededor del fuego, tomábamos chai, compartiendo anécdotas y jugando a las cartas. Uno de ellos nos dijo una vez que una parte de la fábrica era como el cine. Hay esa visión panorámica, que enmarca la imagen, puedes ver la valla, el puerto y el mar. Aun cuando olvidábamos la frontera por unos instantes, nuestros ojos acababan allí en algún momento. El puerto. Tan accesible para nosotras, tan lejos para ellos.
La semana en que me uní al equipo de No Name Kitchen en Patras, movimiento independiente que apoya a personas en movimiento en diferentes puntos de frontera y denuncia las vulneraciones sistemáticas de sus derechos, la policía había llevado a cabo una redada en la fábrica, mientras dormían, y se habían llevado a cuatro chicos de Afganistán. Dos de ellos, apenas de 20 años, tenían cita para solicitar asilo en dos meses. Fueron llevados al centro de detención en Corinto. Es un "Pre-Removal Detention Centre" (Centro de detención previa a la expulsión). Las condiciones allí son terribles: varias organizaciones y personas detenidas llevan años denunciando las pésimas condiciones de higiene, la falta de acceso a sanidad, información sobre sus casos, comida digna y la sistemática violencia y tortura por parte de las autoridades. En palabras del director de la policía griega en 2013, "(...) nos propusimos la detención (...) y luego la aumentamos a 18 meses. ¿Por qué razón? Tenemos que hacer sus vidas invivibles" İbrahim Ergün, un chico kurdo de 24 años, se suicidó en marzo de 2021, después de 17 meses detenido. El mismo marzo de 2021, Diabate Macky murió de peritonitis, después de que las autoridades del centro ignoraran sus demandas de ser llevado al hospital. Varios chicos definían el centro como un infierno.
Desde el primer momento fui testigo de la arbitrariedad y la violencia de las políticas migratorias europeas. Los otros dos chicos fueron liberados a los dos días, porque tenían sarna. En las tres visitas semanales que hacíamos a comisaría, nos comunicábamos con las personas que se encontraban detenidas en una minúscula celda por el simple hecho de no tener un papel, a través de tres puertas y múltiples barrotes, bajo la mirada hostil de los policías. La deshumanización de las personas migrantes de frente. "¡Irán! ¡Afganistán!", gritaban los policías cuando pedíamos ver a nuestros compañeros, preguntando por nombre y apellidos. A pesar de ser ilegal, las personas detenidas son privadas de sus teléfonos, de información sobre su futuro y, en muchas ocasiones, de acceso a abogados. Hubo muchas preguntas que nunca pude responder: "¿Cómo puedo defenderme? ¿Cómo puedo saber cuánto tiempo te retienen en el campo?".
"Todo el mundo ha estado en Afganistán: los rusos, los americanos, los europeos, y ahora yo no puedo ir a ningún lado", me dijo una tarde Khalid, un chico de 24 años que había trabajado como cocinero para el ejército estadounidense en su país. Tenía problemas de visión desde hacía un año, después de ser golpeado en el ojo con un arma por un policía. Fue devuelto ilegalmente de Grecia a Turquía once veces. Pasó nueve meses en el centro de Corinto, privado de libertad. Las entrevistas de asilo no llegan y continuar es la única alternativa. Obaid y Fahrad llevan en Grecia desde 2018. Ambos se conocieron en Moria, el inhumano campo en Lesbos que acabó incendiado en 2020, del que luego se culpó a seis chicos afganos, y se reencontraron en Patras. Ellos mismos me contaron como habían visto a grupos de fascistas griegos tirando los cócteles molotov que causarían el incendio.
Llevan más de cuatro años atrapados. Fahrad es más mayor que los demás, tiene dos hijas. Tiene esperanza de reencontrarse con ellas. A finales de abril, cuando intentaba cruzar la valla que separa el puerto, recibió el impacto de una porra eléctrica de un policía. Cayó y quedó inconsciente. Despertó a golpes y patadas de diez policías, que le grababan mientras reían y le torturaban. Estuvo ingresado una semana en el hospital, con un neumotórax, dos costillas rotas, una vértebra fracturada y un seno maxilar dañado. NNK denunció en un informe la violencia que sufrió Fahrad.
Como explica Shahram Khosravi, algunas personas son la frontera. Su vida se ve atravesada a diario por el límite, por el tránsito. El tener un papel o no tenerlo. El ser y el no ser. Khosravi relata en "The illegal traveller: an auto-ethnography of borders" (2010) su trayecto migratorio, saliendo desde Irán en 1987 y llegando a Suecia en 1988. Ese camino, en realidad, nunca acaba. Las personas migrantes siguen representando la frontera, siguen siendo usadas como instrumento electoral, mientras reciben múltiples formas de violencia: institucional, administrativa, policial y psicológica.
En Grecia pude ver la necropolítica europea, la banalización de la violencia, la impunidad, la criminalización de los cuerpos racializados. La materialización de un sistema racista. También viví momentos llenos de amistad y de cuidados rodeada de personas que me enseñaron resiliencia, fuerza y cuidados. Con No Name Kitchen vi la importancia de tejer resistencias, alianzas, redes sociales, y de resaltar que nadie necesita caridad cuando hay justicia. Seguiremos luchando para que todas las personas tengan justicia.
"I wish you a safe journey", me dijo un amigo afgano cuando le comenté que volvía pronto a Barcelona. Mi viaje de vuelta fue seguro, duró unas pocas horas, ni siquiera fue un viaje.
"I wished for you, my friend, a safe journey".
Comentarios
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