Consumidora pro nobis

A la rica obra pública

Para ir desde la Glorieta de Embajadores al Paseo del Prado, el taxista me explica que hemos de llegar a la Estación de Atocha y dar la vuelta ahí, donde el monumento ese al gin-tonic. Se refiere al homenaje a las víctimas del 11-M, una cúpula cilíndrica de 11 metros formada por ladrillos de vidrio macizo e ideada por el estudio de arquitectos FAM. El sobrenombre que Mr. Taxista da a lo que los gafapasta llamaríamos escultura site-specific es un muy digno representante de la tradición popular que pone motes ingeniosos a monumentos y otros adornos públicos que no nos convencen. Hay cientos de ejemplos, nacionales y extranjeros, que figurarían como respuestas en versiones actualizadas del Trivial: ¿cómo llaman al rascacielos londinense de Swiss Re, ideado por Norman Foster? El pepino; ¿Y a las farolas modernas de la Puerta del Sol a las que se encadenaron algunos madrileños en los 80 para que las antiguas, tan fernandinas ellas, volvieran a su sitio? Los supositorios.

A cada nuevo habitante inanimado de la vía pública, el ciudadano lo bautiza empleando un ingenio de resonancias salerosas pero que a su vez encierra altas dosis de resignación ante la imposibilidad de tomar decisiones sobre el urbanismo de la ciudad. Una tiende a pensar que si dejaran al ciudadano ikeizar el espacio público y decorarlo con sus propios criterios, se aplicaría entonces el tan valorado sentido común; por ejemplo, allí donde se alcancen los 45 grados en verano, se diseñarían plazas sombreadas en lugar de explanadas kilométricas sin un mal sombrajo. Lamentablemente, no parece haber una solución clara al respecto. O si no, entren en los cuartos de estar de sus amigos más cercanos y díganme si aprueban siempre sus peculiares decisiones decorativas.

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