Consumidora pro nobis

La máquina de perder el tiempo

Cuando inicio sesión en facebook me acuerdo de los incautos padres que, en los ochenta, le compraban un ordenador a su hijo "para que aprendiera informática", cuando la utilidad real que le iba a dar la criatura estaba más bien relacionada con el Comecocos y el Donkey Kong (videojuegos rancios de mi época) y no con la programación en Basic o Cobol. La versión adulta de esta situación nos la da facebook, salerosamente apodado caralibro por muchos usuarios ibéricos, que en teoría está al servicio de actividades útiles como mostrar públicamente el curriculum o anunciar convocatorias en un inmenso tablón de anuncios intangible cuyas dimensiones dependen de la cantidad de "amigos" que hayas logrado pescar —una vez más, he ahí el parecido con la actitud del videojugador, con el ansia de matar el mayor número posible de marcianos.

Pero no hace falta ser un investigador del MIT para darse cuenta de que el uso principal que le damos (tiro la primera piedra) a facebook, y que deja en un cuarto plano a esos usuarios que llegan a él con sanas intenciones de desarrollo laboral y personal, es el de "actualizar estado" o, dicho en cristiano (pero laico), el de comentar en tercera persona en qué andas cada vez que te conectas a la herramienta. "Mengano está leyendo a Murakami" (mentira, estás enganchado a facebook); "Zutana resacosa y ojerosa". Tal es la popularidad de la retransmision en directo del estado de cada uno que, obviamente, las mejoras tecnológicas caralibristas apuntan por ahí: ahora ya podemos comentar, con ayuda del móvil, nuestro estado de ánimo cada 3 minutos, pensando que eso interesa un montón a nuestros invisibles amigos facebookeños. Y la sofisticada ingeniería de telecomunicaciones detrás de todo eso: si Graham Bell levantara la cabeza...

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