Consumidora pro nobis

Caprichos acechantes

Ingenuos de nosotros si aún creíamos que la compra por impulso sólo podía tener lugar en tiendas donde vendieran lo que oficialmente se consideran chuminadas; es decir, abalorios, llaveros, golosinas y muñequillos modernos para adultos, o en las que comercializan gastronomía para el cuerpo o el espíritu y por ende generan satisfacción inmediata (léase trufas de chocolate negro con briznas de azafrán, DVDs o libros).

De todas las variantes posibles de establecimientos, parecía haber solamente una alejada de los cantos de la sirena tosca del consumo: la sacrosanta farmacia, la única que distribuía nada más que productos de primera necesidad que salvaban vidas. Pues ya es hora de decirle adios para siempre al boticario que, parapetado tras el blindaje de su cristal, nos sacaba ungüentos de una zona casi secreta del almacén: la farmacia contemporánea es amplia, con puertas de cristal que se abren solas y productos de libre acceso en los estantes, como si se tratase de una biblioteca pública. Un modelo de farmacia bastante cercano, por otra parte, al de la franquicia estadounidense Duane Reade que, además de doxiciclina y suero fisiológico, vende tupperwares y cámaras de fotos desechables.

Obviamente, ni la doxiciclina ni el diazepam están al alcance de la mano en las farmacias ibéricas, pero sí lo están las tiritas de colores con la cara del Pato Donald, las gafas de cerca de montura multicolor, la crema corporal autobronceadora, las barras hidratantes de labios con sabores y el omnipresente y gelatinoso aloe curalotodo en varios formatos. La sorpresa es que, en la neorrealidad, hasta la farmacia de la Ciudad del Vaticano —doy fe— vende todo eso sin preguntarle a nadie si le dará un uso cristiano y responsable.

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