Consumidora pro nobis

El tropezón ha vuelto

La intersección alimenticia entre lo humano y lo perruno o gatuno es más amplia de lo que creíamos. No nos engañemos: nuestros mejores patés de gala, desmoldados y servidos en una escudilla, no diferirían mucho, al menos visualmente, de una ración de Whiskas o Dog Chow, pero mejor no intentemos poner en práctica la broma en los cenorrios de estos días. Ojo, que no estoy queriendo decir con esto que cada día se nos vendan alimentos menos sofisticados, más descuidados a primera vista: resultaría paradójico en los tiempos ultragastronónimos que corren. Por eso me huelo que la estrategia consiste más bien en lo contrario: en dignificar a Sultán, a Pipo, a Flora y a otros animales de compañía logrando que su comida resulte visualmente tan apetitosa como un paté de liebre al Armagnac o de faisán al Oporto. Porque ellos lo valen.

Probablemente, los que celebren con más vítores esta fuerte conexión entre la pinta de nuestro paté de faisán y la humilde latilla perrigatuna de restos de carne o pescado prensados sean los miembros de la tribu burguesa bohemia, a los que les hacen –mmm, nos hacen– los ojos chiribitas al detectar tosquedad y aparente sencillez en el aspecto de la comida y sus envases. El papel de estraza usado como envoltorio de alimentos ya no es indicio de autarquía ni de cartilla de racionamiento: ahora nos gusta, nos parece casero. Lo mismo sucede con el paté: huimos de aquellos cuya superficie es uniforme y sin interrupciones debidas a gelatina, trozos de grasa o tropezones varios. El tropezón, tan denostado en épocas donde lo fisno eran las pulseracas de oro y el bogavante, hoy vuelve con fuerza al interior de nuestros alimentos para informarnos de que hay algo real, tangible y matérico dentro de ellos.

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