Contraparte

En Podemos el debate también es económico. Problemas con una salida keynesiana de izquierdas

Isidro López ( ) y Emmanuel Rodríguez ()

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En los próximos meses, los que van hasta las elecciones municipales y autonómicas, y que luego se prolongan hasta las generales, se va a desatar un interesante combate político: un choque de posiciones económicas. El desmoronamiento acelerado del régimen del '78 ha dejado al establishment muy pocos argumentos propiamente políticos frente al desafío que supone la irrupción y el meteórico crecimiento de Podemos. A nuestro decadente modelo de gobierno no le queda más que la respuesta neoliberal, desnuda y violenta: la defensa del actual statu quo económico como único posible. ¿Recordáis? Es el there is no alternative que desde los tiempos de Margaret Thatcher se viene utilizando para descartar cualquier posibilidad de transición hacia otra base económica.

Pero ¿acaso este discurso neoliberal no choca hoy contra un impedimento de unas dimensiones considerables? Después de treinta años de hegemonía, y de todo tipo de burbujas financieras e inmobiliarias basadas en el endeudamiento masivo, nuestras economías ya no son capaces de generar ni siquiera un mínimo bienestar para una grandísima mayoría de la población. Pero eso, desde lo que antes parecían posiciones políticas diferentes, los restos del régimen y sus voceros hacen piña para amenazarnos con la llegada de la catastrofe económica si nos movemos tan sólo una pizca de las recetas que el neoliberalismo y sus instituciones (desde la Comisión Europea al FMI) han venido prescribiendo a nivel global y local.

En los preparativos a esta batalla en el discurso, hay que entender el anuncio de los portavoces de Podemos de que se va a encargar un programa "de emergencia" económica a dos prestigiosos expertos, Vicenç Navarro y Juan Torres López. Desde luego, no se trata de juzgar la oportunidad de un programa de emergencia económica que, más alla de la contienda electoral, ponga freno al desplome continuo de casi la totalidad de la estructura social ante las draconianas políticas deudocráticas que exigen las finanzas y sus aliados políticos. Tampoco se trata de juzgar los méritos personales de ambos expertos que antes incluso de la crisis de 2008 ya avisaban de las multiples grietas que asomaban por debajo de los consensos políticos y económicos del régimen. Ciertamente, en el caso de Vicenç Navarro no se pueden dejar de reconocer sus aportaciones empíricas y propositivas a una esfera tan golpeada como es la del raquítico welfarestate hispano.

Sin embargo, y más allá de que sean ellos u otros quienes afronten en solitario la confección de ese programa económico y no un equipo más amplio y plural, lo cierto es que la elección de estos nombres suscita un debate que afecta a sus muy marcadas posiciones económicas. Y cómo sucede con todas las posiciones económicas, en el fondo, se trata de un debate entre diferentes posiciones políticas. Sin riesgo a equivocarnos demasiado, podemos resumir esta posición (la de Navarro y Torres) como keynesianismo de izquierdas. Una visión que postula un rol fuerte para la inversión pública en tiempos de crisis, la reforma fiscal y la regulación financiera, a fin de disparar la demanda y, desde ahí, la actividad económica. El objetivo es alcanzar una situación de pleno empleo, en unidades geográficas que coinciden con las de los Estados nación. Se trata sin duda de un debate prolijo y que puede derivar en un intercambio de miles de tecnicismos, pero hay al menos dos grandes puntos de esta visión que son extraordinariamente problemáticos: el del empleo como única forma de generar ingresos para la población y el del Estado nación como una unidad económica coherente y autosuficiente.

El papel que juegan la apuesta por el empleo y la inversión en el recetario de los keynesianos de izquierdas se desprende directamente de lo que ha sido su diagnóstico del modelo neoliberal de hegemonía de las finanzas, así como del diagnóstico de lo que ha sido su crisis. Para esta posición, los problemas son el simple resultado del poder que, por medios financieros, han alcanzado un puñado de grandes agentes económicos. Este poder, el poder neoliberal, ha empujado la desinversión en las actividades productivas (principalmente la industria y sus aledeños). Y con ello ha traído niveles mucho menores de crecimiento y de empleo. En última instancia, es la causa de la profunda crisis que estamos viviendo. De aquí se deduce una prescripción política relativamente sencilla: hay que revertir ese proceso para reconquistar el Estado y relanzar la inversión y, a través de ahí, la demanda y el empleo.

Sin entrar en muchos detalles, esta concepción es harto dudosa, tanto en lo que se refiere a su eficacia como a sus consecuencias política. Desde luego palidece ante otra línea de interpretación de las finanzas, el neoliberalismo y su crisis que enfatiza más bien los límites económicos, pero también sociales y ecológicos a los que ha llegado el capitalismo a partir de la crisis de los años setenta y para los que el periodo neoliberal-financiero habría sido una especie de último intento de escapatoria. Desde este punto de vista, el poder financiero y su capacidad para controlar lo que producimos entre todos habría sido la respuesta política a una incapacidad estructural y profundísima del capitalismo para mantener los niveles de dinamismo necesarios a fin de generar bienestar para las mayorías sociales. Y ciertamente es una conclusión correcta si se tiene en cuenta que cada vez que ha habido timidos ciclos de crecimiento basados en la inversión, sobre todo manufacturera, a nivel global, no han hecho sino agravarse los problemas de conjunto. Por eso estos han derivado en un continuo desplazamiento de los costes sociales, ecológicos y económicos entre distintas regiones del mundo.

En lo que se refiere al empleo asalariado, el buque insignia del capitalismo keynesiano, hay que convenir que esta ha sido la parte más maltratada de este proceso. El neoliberalismo se caracteriza por una inacabable espiral de ataques al trabajo organizado, a los niveles salariales, lanzando a la mayoría de la población a una precariedad que no parece tocar fondo. Pero nuestra diferencia con los keynesianos de izquierda reside en que esto no ha sucedido por un problema de desinversión, sino por la imposibilidad profunda del capitalismo histórico para proponer modelo sociales viables. La hegemonía financiera, y sus excesos, no son más que un sintoma de este fenómeno. Frente a esta situación no hace falta empleo. Cualquier estrategia dirigida al pleno empleo chocará contra los mismos límites que llevan afectando al modelo económico desde los años setenta. De lo que se trata es por eso de generar mecanismos que desvinculen a la población del empleo asalariado como única forma de sustento material. Y aquí la Renta Básica Universal es la propuesta más acabada y solvente que tenemos. No en vano se trata de redefinir qué signífica el trabajo y qué papel puede tener el salario.

Otro escollo prácticamente insalvable para los keynesianos de izquierdas es la consideración del nivel estato-nacional como lugar privilegiado para la política económica. Es evidente que la apuesta de los keynesianos por la redistribución y la reforma fiscal es correcta a grandes rasgos, pero hay muchas dudas sobre la escala de los programas redistributivos y fiscales de que requiere la situación actual. Los marcos nacionales apenas alcanzan a contener una parte de las estructuras económicas actuales. Entre otras cosas el ciclo neoliberal ha supuesto una fuerte aceleración y profundización de la división internacional del trabajo, en nuestro caso en el marco europeo, en la que a partir de especializaciones relativas, los distintos territorios se han integrado en circuitos económicos compartidos. Esto va más allá de una visión placentera de la globalización como un espacio de intercambio que nos impone unas normas que están fuera de discusión. Afecta de lleno a las estructuras de clase y de dominación que hoy se encuentran empotradas en esas mismas relaciones transnacionales. No es algo ni mucho menos nuevo. Desde hace siglos el poder capitalista ha utilizado su capacidad para controlar las redes transnacionales a fin de recomponerse y aislar las experiencias de transformación en el interior de las fronteras nacionales, donde en en el medio plazo han podido derrotarlas. Pero hoy, cuando las relaciones de integración económica transnacional son más profundas que nunca, apostar por el Estado nación es simplemente mutilar la intensidad de la lucha de clases y desactivar el potencial transformador de cualquier programa económico en la forma de una serie de parches temporales, inestables y localizados en un marco (el Estado nación) demasiado estrecho.

Además estas determinaciones no afectan sólo a las relaciones entre "países desarrollados". Las posiciones keynesianas de izquierdas, como las de la socialdemocracia clásica, aspiran a un reforzamiento de los mercados de trabajo internos mediante un control de los flujos de trabajo migrante lo que ofrece ventajas a la fuerza de trabajo local en la negociación colectiva. Este planteamiento, cuando nuestro actual régimen de fronteras provoca la muerte de miles de trabajadores migrantes, es moralmente dudoso pero, además, es económica y políticamente indeseable. Un reforzamiento del régimen de fronteras actual no va a hacer que desciendan las llegadas de migrantes sino que estos vivan en nuestros países en un estado de clandestinidad e ilegalidad, desposesión de derechos y temor, que se transforma inmediatamente en salarios más bajos para ellos y para los trabajadores locales. Paradójicamente lo que resulta destruido es la supuesta coherencia de los mercados de trabajo nacionales. Frente a esta limitación voluntaria, y derrota casi segura, que supone encerrarse en el Estado nación, y lejos de acatar las normas que dicta el orden neoliberal global, se trata de politizar la esfera trasnacional. Básicamente esto consiste en localizar los elementos de conflicto y redistribución allí donde están las clases dominantes y los elementos de igualdad entre las poblaciones a uno y otro lado de las fronteras. Se trata, al fin y al cabo, de llevar el combate entre democracia y neoliberalismo a su máxima intensidad, aquella que de verdad puede producir una salida al atolladero social y económico en el que llevamos sumidos desde hace ya demasiado tiempo.

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