Posibilidad de un nido

En algo nos equivocamos, queridas

El cantante de ópera Placido Domingo habla durante un evento en la Manhattan School of Music en Nueva York, en mayo de 2018. REUTERS / Shannon Stapleton
El cantante de ópera Placido Domingo habla durante un evento en la Manhattan School of Music en Nueva York, en mayo de 2018. REUTERS / Shannon Stapleton

Desde que, hace un par de días, Plácido Domingo entonó el mea culpa, son muchos y muchas quienes cargan contra aquellos que le defendieron. Piden que ahora hagan pública su condena, que se desdigan, que pidan disculpas. Y en ese pedir se da por hecho que uno puede cambiar de opinión según lo diga un hombre o una mujer.

Sirva el tan traído y llevado caso del periodista Rubén Amón, uno de los pocos que sí se ha desdicho.

"He defendido a Plácido Domingo. Lo hice porque creí en la palabra de amigo. Y porque me convencieron todos los argumentos que me expuso en privado. No puedo arrepentirme de creer en un amigo. Ni de haberlo defendido. La decepción es proporcional", escribió en Twitter.


Viene a decir lo siguiente: ahora le creo porque lo ha dicho él, el hombre. De la misma forma que antes le creía porque lo había dicho él, el hombre.

Esto habría sido normal hasta hace muy poco tiempo, ya que solo existía la palabra de hombre. ¿Y por qué solo existía la palabra de hombre? Porque era la única a la que los medios de comunicación y las instituciones académicas, judiciales, científicas, etc. daban cabida. No solo credibilidad, sino autoridad única y absoluta.

Creímos, bobas de nosotras, que ahora que cunde la palabra de las mujeres, algo habría cambiado. Pero no.

Frente a la denuncia de agresión por parte de cerca de una treintena de personas (27 según la investigación) más otro puñado que admitía saberlo, era más creíble la palabra de una sola persona, la acusada de agresión. 27 personas contra 1 persona. Esto sería impensable en cualquier otro caso. Excepto en el supuesto de que las personas que denuncian sean mujeres y la persona denunciada, un hombre. Porgamos por ejemplo que una comunidad de vecinos denuncia que una persona entra a robarles, y no solo eso, sino que señala a dicha persona porque la conocen. Lo dicho, sería impensable dudar de la palabra de dicha comunidad.

En las numerosas tertulias en las que participé, y en todas las que escuché cuando se le denunció, aparecía una pregunta: ¿Y por qué denuncian justo ahora?

Porque pueden.

Hasta hace tres o cuatro años, las mujeres sencillamente no teníamos dónde denunciar las agresiones sexuales que habíamos sufrido y seguimos sufriendo. Porque era la voz del hombre la única que tenía espacio, como ya he dicho. Sin embargo, algo ha cambiado. ¿Qué ha cambiado? Los medios de comunicación de masas. Ha cambiado que ha aparecido uno nuevo. Hasta ahora, los medios de comunicación de masas eran la prensa, la radio, la televisión, el cine, la industria editorial (sobre todo en lo referente a los libros de texto)... En todos ellos, se requiere una enorme inversión de capital para que existan. De modo que aquellos colectivos que no contaban con dicho capital habían sido habitualmente silenciados. ¿O es que el Valle de los Caídos acaba de aparecer? ¿Acaban de aparecer la familia de los Franco y el Pazo de Meirás? ¿Acaban de aparecer las fosas repletas de republicanos y republicanas asesinados? ¿Acaba de nacer el torturador alicatado de medallas? No. ¿Es la primera vez que nos tocan una teta en una fiesta, que nos pegan el pene al muslo en el metro, que un marido viola a su mujer, que nos acosan por la calle, que torturan a una mujer en casa habitualmente, que la matan? Pues claro que no. Nada de ello es nuevo. Pues resulta extraño, porque parece que acabemos de enterarnos.

¿Qué ha pasado, pues, para ese repentino caernos del guindo? Que han aparecido las redes sociales. O sea, un medio de comunicación de masas que no necesita inversión de capital. Porque quien maneja habitualmente el capital, o sea el poder, o sea el discurso, o sea "la realidad" misma, es el hombre, blanco y rico. Así que los colectivos anteriormente citados por fin han encontrado un lugar para describirse y denunciar.

Sirva el ejemplo de #Cuéntalo: Solo en las dos primeras semanas, participaron 3 millones de mujeres de 16 países diferentes. ¿Qué pasa, que todas ellas se pusieron de acuerdo por capricho? Resulta evidente que no, que todas ellas estaban esperando que existiera un canal para expresarse. Y que una vez abierto, aparecieron los mecanismos de identificación que permitieron a las demás unirse. Lo mismo pasó con el #MeToo o, por ejemplo, con los movimientos para que se le retiraran las medallas a Billy El Niño, etc.

Así que, incautas de nosotras, llegamos a la conclusión de que por fin el testimonio de las mujeres era innegable. Que el hecho de que millones de mujeres pudieran por fin alzar la voz traía como consecuencia que ya no se pusieran en duda sus denuncias.

¡Ay, cuánto nos equivocábamos! Nos equivocamos y la evidencia está en el caso de Plácido Domingo.

Frente a un grupo de una treintena de mujeres agredidas denunciando al hombre, se opta por dar credibilidad a la voz del hombre agresor, un solo hombre.

Ahora se ha dado un paso más, brutalmente desalentador. Ha tenido que ser ese mismo hombre quien admita su agresión para dar crédito a dicha violencia. Incluso aquellos que dieron cierto crédito a las denunciantes, han respirado ahora aliviados ante la confesión del tenor. O sea, todos ellos han necesitado la palabra del hombre, de un solo hombre, para que el asunto "quede finalmente claro". En ese "finalmente" palpita el dolor. Porque debería haber quedado finalmente claro cuando eran varias las personas que denunciaban las agresiones a lo largo del tiempo. Pero, ah, esas personas eran mujeres.

O sea, que quizás todo lo que creíamos que se había adelantado no ha servido de mucho, la verdad.

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