–Tú eres una mujer conservadora –le digo como si no fuera a plantearle el tema sobre el que quiero escribir en este artículo.
–Yo no soy conservadora –murmulla hacia adentro–. Pero tampoco liberal... Es que los de Ciudadanos me dan una pereza... Bueno, pongamos que soy conservadora.
Pobres y ricos, pobres y ricas, me digo. De eso se trata. Lo de siempre. Que dejen ya de llenarse la boca con la Constitución, con los supuestos derechos humanos y con los supuestos derechos constitucionales de España, me digo.
Me permito, antes de relatar esta sorprendente conversación, refrescar lo de la vivienda en la Constitución española:
Título I. De los derechos y deberes fundamentales
Capítulo tercero. De los principios rectores de la política social y económica
Artículo 47. Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.
Esto no se ha cumplido jamás en la reciente democracia española. Jamás de los jamases. Pero es cierto que ahora menos que nunca. A lo bestia. No es casual que de repente la derecha abarrote los medios de comunicación (los que se prestan a ser abarrotados) de insoportables e hilarantes horrores sobre el chusco drama de la ocupación/okupación; eso y que paralelamente se plantee confinar barrios enteros por asuntos de contagio. No cualquier barrio, claro: barrios pobres, barrios donde la población se hacina en pisos cuya superficie es menor que el baño de quien les confina, pisos habitados por tres o cuatro familias, habitaciones que sirven de vivienda familiar.
Dos asuntos complementarios, un árbol seco arraigado en España, una mata de espino con dos únicas ramas:
Rama 1: cientos de miles de familias que no pueden pagar un piso.
Rama 2: TRES MILLONES Y MEDIO de pisos vacíos.
Oh.
Me siento. Le suelto a bocajarro el tema a esa mujer que se define como conservadora. No se lo esperaba, claro. Pero no se amilana, y va a sorprenderme.
–Nadie protesta si una familia ocupa un piso deshabitado, si lo ocupa por necesidad y no se trata de un particular y respeta las normas de convivencia –para y lo piensa–. O casi nadie.
–¿Y si te digo que la ocupación de pisos que pertenecen a un particular son la inmensa minoría? –respondo– ¿Y si te digo que la mayoría pertenece a bancos, fondos buitre y similares?
–Cari, creo que nadie de bien, me da igual izquierda o derecha, le niega la vivienda a gente con necesidad. Me refiero a que la gente de lo que está cansada es de lo que sale en la tele.
–¿Qué sale en la tele?
Lo pregunto pero sé perfectamente a qué se refiere. Cada día desayunamos, comemos, merendamos y cenamos con torticeras construcciones sobre la abuela que sale a comprar el pan y, cuando vuelve, su casa ya no es suya sino de una troupe astrosa armada de catanas.
–Camorristas, drogadictos, camellos, gente que te hace la vida insoportable –responde–. Esos no son pobres.
–Eso es delincuencia básica. ¿Por qué apenas hay denuncias, tal y como admite el poder judicial? Porque esas viviendas pertenecen a bancos, financieras, fondos buitre, la SAREB, grandes promotores que abandonaron sus pisos y no denuncian, para desespero de los vecinos.
–Pero ¿cuántos son?
–Si quieres cifras –respondo–, lo que sé es que, en España, en este momento, hay tres millones y medio de viviendas vacías. Y aún se atreven a proponer la construcción de vivienda social.
–¿Quién se atreve?
–Fuerzas políticas de todos los colores.
–¡Que no construyan más, ni vivienda social ni nada! –responde ella–. Que esas fuerzas políticas, en lugar de promover más construcción, qué absurdo, obliguen a los bancos a sacar al mercado los pisos que tienen, fruto de los desahucios, en régimen de alquiler social.
–Dame una razón –le aprieto.
–Porque nos lo deben. Porque nos deben...
–...pongamos que más de 60.000 millones.
–Pues eso –me contesta–, obligarles, a cambio, a que saquen al mercado esos pisos en régimen de alquiler social.
–¿Y si resulta que les sale más rentable pagar la multa que acatar el mandato?
–Pues que suban la multa –resuelve ella concluyente.
–Te propongo algo que no te va a gustar. Te propongo que, si no ceden, el Estado expropie esos pisos.
–No me gusta la expropiación en ningún sentido.
Su respuesta ya no es parte de esa conversación jovial que mantenemos. En el fondo palpita con fuerza la idea de la expropiar como una amenaza. Pienso y no digo que ese verbo es el reverso de la palabra privatizar. Justo después me acuerdo de Felipe González, qué cosas.
–Si cientos de miles de familias no tienen techo –arguyo– y las entidades financieras y los fondos buitre especulan con millones de viviendas vacías, no me parece una medida descabellada. Mucho más si tienes en cuenta que nos deben, pongamos, 60.000 millones.
–Vale, pues entonces, que nos los paguen con pisos –pide la cuenta y pone fin a la conversación.
Ahí está, me digo. ¡Justo ahí!
Mi cariño hacia esa mujer que se declara conservadora y mi respeto por ella están más allá de toda identidad. Que los bancos nos paguen su deuda con pisos, concluye. ¿Por qué no?
Que los bancos nos paguen su deuda con pisos.
Comentarios
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