Posibilidad de un nido

Vivir aquí y ahora no debería doler tanto

Vivir aquí y ahora no debería doler tanto
Usuarios del metro de Barcelona durante la pandemia.QUIQUE GARCÍA / EFE

Ya hemos vuelto a nuestra realidad real, por llamar de alguna manera al lugar que ocupamos y que va de la cocina a la pantalla del móvil o el ordenador y vuelta y vuelta. ¿Dónde vivimos? ¿Cuántos espacios ocupamos a la vez y a qué ritmo? Resulta imbécil regresar a un sitio en el que no quieres vivir, al que no quieres volver, entre cuyas fauces te espera una vida que detestas. ¿Somos imbéciles o es la doma? La comparación con la langosta sumergida en agua tibia hasta la muerte por cocción está tan manida que ya no sirve. Y no lo hace porque cuando algo se conoce puede evitarse. No estamos muertas, muertos, sabemos que el agua empieza a hervir. ¿Y? ¿Y qué hacemos?

Esa hiperconexión tan inútil como agotadora, así en general, no tiene ni comparación con una de sus patas: el regreso a la vida cotidiana en la ciudad, ese ahogo de días empapelados de facturas, llamadas inquisitivas y trabajos mal pagados o no remunerados en absoluto. Antes de poner el pie en el lugar del que se fueron (yo, como tantas, no tuve oportunidad), ya empiezan, empezamos, a ordenar la fila de pastillitas diversas para tapar tanta grieta. En el caso de las madres y padres, además, la desesperación por no saber qué pasará este curso. La pandemia y el tremebundo deterioro de la educación pública consigue que mirar a tus hijas, a tus hijos, te eche sobre los hombros la espinosa culpa de la inacción.

Pero cuando sí hay acción, cuando no nos quedamos paradas ante la injusticia, el abuso, el robo de lo de todas, todos, la violencia machista o la corrupción, tampoco sucede nada. Voy viendo las muchas recogidas de firmas, firmas de abogadas, de juezas, de personas en general, firmas por un corredor humanitario en Afganistán, por la intervención de la comunidad internacional, firmas y más firmas que quedarán alojadas en algún lugar de la red de nombres tejida con rabia y frustración. Esta sensación de no dar abasto y que aun así de nada sirva va minando la participación, la pelea por hacer nuestra la sociedad que habitamos.

No lo conseguimos. Habitamos una sociedad gobernada por fuerzas que nada tienen que ver con aquellas que deberían representarnos. ¿De verdad la vicepresidenta del Gobierno Teresa Ribera ha dicho que la subida del precio de la luz no es para tanto? ¿De verdad ha dicho que, en el fondo, no se puede hacer casi nada? Y así, poco a poco, nos vamos rindiendo. ¿Dónde están los sindicatos? ¿Por qué no salimos en tromba a la calle?

Sé que muchos podrían responderme con aquello de que "de qué te quejas, la mayoría de la gente vive peor". Tampoco sirve ya. Por supuesto es así, y en esa paradoja reside una de esas peludísmas ansiedades que llenamos de pastillas.

No vivimos bien. Regresar a un lugar en el que no nos gusta vivir nos retrata, y la fotografía resultante me encoge el corazón. Mi corazón no es una víscera distinta a las de la mayoría. Habitar esta sociedad de la violencia no debería doler tanto. Vivir, aquí y ahora, no debería resultar tan difícil.

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