Posibilidad de un nido

Sobre la segregación en residencias universitarias

Varias alumnas en la entrada del Colegio Mayor Santa Mónica, en Madrid. E.P./ Jesús Hellín
Varias alumnas en la entrada del Colegio Mayor Santa Mónica, en Madrid. E.P./ Jesús Hellín

Llegué al Colegio Mayor Universitario Sagrat Cor de Barcelona un día de finales de septiembre de 1986. Escribo "Llegué" pero no sé quién era aquella muchacha que cruzó el vestíbulo y ocupó una de las dos camas de la austera habitación con lavabo y espejo. A los 18 años abandonas la casa familiar como quien deja una muda sin darse ni cuenta para llegar en cueros a otra vida. Otra vida. Otra. Otra tú. Otro todo-un-mundo al que accedes, ay, en carne viva.

Entonces, cada día te preguntas quién eres. Una existe formando parte. Recuerdo a aquella chavala que llegó cargada con mi nombre, un estuche de casetes rotulados a boli y un walkman maltrecho. Mirar y ser mirada. No hacer ruido en lo íntimo. Moverse en ese espacio fascinante y aterrador en el que ya no eres y todavía no eres. Lo mío tiraba más a aterrador.

Cuando vi a la horda violenta del Colegio Mayor Elías Ahuja, tan numerosa, tan manada, tan todos a una, confieso que no fueron las chicas del colegio de enfrente lo primero en lo que pensé. Mi primera reacción fue: Pobres de los no heterosexuales, no blancos, no ricos que convivan con ellos ahí dentro, pobres de los muchachos que no quieran follarse a una "puta ninfómana" en "la capea". Porque ellos están encerrados en el mismo espacio. A los 18 el desamparo sabe rozar el fondo en soledad, sin necesidad de animales en manada. No quiero imaginar su infierno entre ellos.

Leo ahora que Más Madrid ha presentado una iniciativa en el Senado para que el ministerio de Universidades cambie el modelo de residencias de estudiantes adscritas a instituciones públicas. Entre las diversas propuestas, me llama la atención la de "eliminar la segregación por género". Me paro ante el titular. No sé si quiero pensar lo que pienso, pero sé lo que siento, lo sé sin lugar a duda. Vuelvo a leerlo. ¿Debería estar de acuerdo? Me lo pregunto porque no lo estoy.

Invoco a aquella cría que llegó con sus destartalados 18 años a cuestas a convivir con otras 70 jóvenes, su pasmo, sus temores, su desnudez, el desabrigo. Me siento junto a ella. Entiendo que el magro amparo de aquel paso le vino de estar rodeada de semejantes, más o menos semejantes. Y aun así, hubo crueldades, vive dios que las hubo, siempre las hay.

No me gustaría que todas las residencias estudiantiles adscritas a universidades públicas fueran mixtas. Me gustaría poder alojar mi intimidad en un espacio de mujeres. Lo escribo convencida mientras doy vueltas alrededor de mi duda. Y sin dejar de hacerlo, pienso que no se trata de mí, de nosotras. Que la violencia, el temor, la experiencia del daño misógino y machista convierten dicha idea en un desiderátum algo cándido, bastante masculino, muy muy lejos de mi idea de la tranquilidad siquiera lejanamente doméstica. Pienso en dormir, asearme, vivir mi cuerpo sin agresiones, pasear, pienso en el acto básico de habitar el espacio y no quiero compartir nada de todo eso, nada de lo mío, de lo nuestro, con las bestias, sean dos o doscientas.

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