Cuando te acosan en la calle, te caes a menudo. No tengo idea de por qué, te caes de nervios, te caes de rabia, te caes para que no te tiren, te caes de vergüenza. Yo tengo las rodillas deshechas de caerme por la calle, y no hay ninguna metáfora en esta afirmación. Las tengo literalmente hechas añicos.
Escribo lo anterior y mi cabeza va escribiendo un relato paralelo. "Las tendrás rotas de tanto chupar pollas". "Así consigues el curro, de rodillas". "Ponte rodilleras". "Al suelo te caes por borracha". "¿Cuántas copas de anís llevabas?". "Deja la cazalla". Este vicio me queda de mis años en Twitter. Cuando te acosan en las redes, cada segundo de cada minuto de cada hora del día, recibes un insulto. Vives a insulto vivo. Te levantas y eres fea, gorda, loca, borracha. Te arreglas para salir y eres fea, gorda, loca, borracha. Atiendes a tu madre al teléfono y eres fea, gorda, loca, borracha. Comes, cenas, te acuestas siendo fea, gorda, loca, borracha. Pero no dicho así. En Twitter descubrí la descomunal capacidad para la crueldad que tienen los hombres. No las mujeres, los hombres.
Cuando te acosan en las redes, te acosan en la calle y yo pasé cuatro años de infierno durante los que no podía salir a la calle con mis hijos. En absoluto, ni siquiera para llevar al colegio a la pequeña. Me decía "¿Qué pensará de mí cuando unos tipos me griten, cuando una panda de señores se me pegue a la espalda susurrando obscenidades, cuando dos jóvenes me escupan, cuando me amenacen de muerte, cuando me nieguen la entrada a un restaurante, cuando en una tienda se nieguen a hacerme unas fotocopias? Todo eso sucedió exactamente así –insultos, obscenidades, persecuciones, amenazas, golpe, escupitajos...– y yo, por supuesto, estaba sola. Me decía ¿Cómo voy a someter a mis hijos a este calvario? Y también: ¿Qué clase de madre soy?".
Este miércoles, durante la manifestación de un grupo de mujeres contra la reforma del PSOE a la Ley del Sólo Sí es Sí, un hombre volvió a hacerlo, afortunadamente queda constancia de ello. Han pasado años y, como he podido, a base de terapia clínica y amores de comadres, he ido arrinconando aquellos tiempos bárbaros en la zona de mi interior que late sin doler demasiado.
Entonces vivía en la calle San Bernardo, en el barrio de Chamberí. No puedo volver a pisar ese barrio, aquellas calles de entonces, sin que se me acelere el corazón y se me seque la boca y los huesos se me hagan de miga de pan. Si por alguna razón tengo que pasar por allí, camino despacio, midiendo cada paso para no caerme. Literalmente. El ministerio de Justicia ante el que nos concentramos no está en Chamberí, sino algo más hacia el centro, pero sí está en la calle San Bernardo. No lo pensé entonces, porque he arrinconado varias alertas. No se puede vivir, no se sobrevive, en una alerta permanente.
Aquel hombre se pegó a mi espalda y empezó a gritarme. Oía sus palabras contra mi oreja, contra mi cabello, contra mi cara, sus gritos, sus imprecaciones. Me agarró del brazo, tocaba mi espalda. Me dicen "No lo cuentes, es lo que quieren". Me dicen "No lo denuncies, porque es lo que están buscando". Hago lo que me da la gana. Eso no va a cambiar. En aquella época, en los años del terror, la ansiedad era tan bestial que me impedía comer, masticar sin morderme la lengua o ahogarme.
Aquel hombre, un tipo de las filas de Vox, iba armado con un micrófono. Sentía su cuerpo y el micrófono contra mi cuerpo, los notaba no cerca, sino pegados. Tocaba mi cuerpo con el suyo, y sus palabras. De repente, estaba otra vez en la calle San Bernardo y otra vez un hombre me acosaba, no me permitía moverme, me gritaba ¡y tocaba mi cuerpo! No podía, además, quitármelo de encima. De repente, volvió a abrirse en mi interior la puerta del frío y no lloré pero cuando esa puerta se abre algo vuelve a helarse irremediablemente.
Aquella vez tuvimos que cambiarnos de barrio. Nos estaban dejando anónimos, pintando la fachada con mensajes amenazantes. Marcaron la puerta de mi casa un día que mis hijos estaban dentro, la del domicilio, la del piso de mi familia. Mi hijo, aún adolescente, supo tomar la decisión. Cuando vives amenazada, aterida de frío, las decisiones también yacen congeladas sobre la tundra del alma.
En los años de las amenazas de muerte, yo acudía cada cierto tiempo a la Policía, ponía una denuncia, dejaba que se burlaran de mí en comisaría, en ocasiones, sí, recuerdo a uno de ellos, aquella risita tras la mampara opaca. En esta ocasión, los agentes estaban a dos metros exactos del tipo que me estaba agrediendo. Algunos me dicen "¡Y no hicieron nada!". Pienso para mis adentros que se aprende a hostias, por eso yo no esperaba que lo hicieran, que llamaran la atención del acosador, que me lo quitaran de encima.
Otros me dicen "Tampoco fue para tanto" e incluso he oído comentar "Eso no fue ni acoso ni agresión". Qué sabrán ellos lo que fue. Qué sabrán del acoso, del daño, de las consecuencias, qué sabrán del hielo, el terror y mis rodillas. El hombre que me acosó este miércoles en la calle San Bernardo, junto al ministerio de Justicia, con la Policía contemplando pasivamente tal acto criminal, ha vuelto a abrir la puerta del hielo, del miedo y la ansiedad, esa que yo voy sellando con dificultades. Las agresiones y el acoso funcionan por acumulación y cada agresión no es mensurable estrictamente en sí misma.
Cuando un hombre te acosa en la calle, despelleja tus seguridades, cualquier avance en la serenidad, esa finísima piel que va creciendo sobre las agresiones antiguas para aislarlas y que su latido no te destroce. No soy una mujer fuerte, en contra de lo que parece. Soy una persona que desea andar por la calle acompañada por sus hijos despreocupadamente, como cualquier ciudadano. Y no caerme. Nunca más. Y que ninguna otra caiga de rodillas, ninguna de las mujeres que me rodearon este miércoles, sosteniéndome para que no me cayera. Y no me caí.
Comentarios
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