Uno de los casos de no-denuncia más dolorosos en lo que en los que me he visto involucrada -hay muchos, siempre demasiados- tiene que ver con los abusos sexuales a una niña. La infancia nos aterra, individual y colectivamente. Los asuntos de la infancia permanecen sumergidos en el barro de lo que no queremos ver, de lo que no queremos narrar, asoman solo su puntita atroz.
El cuarenta por ciento de las mujeres que no han denunciado sus violaciones explican que es así, que no lo han hecho, porque sucedieron cuando eran menores. Es la segunda causa de silencio, justito, justito, después de la primera. La segunda de muchas.
N. era mi amiga del colegio, teníamos la misma edad y nos habíamos quedado embarazadas a la vez, por lo que pude comprobar entonces. Poco después de terminar la carrera nos perdimos de vista. Cuando nos reencontramos, mi hijo y su hija tenían cuatro años. ¿Por qué acudió a mí? Imagino que ya arrastraba cierta fama de radical, que lo soy, en asuntos de violencia machista. También, como fui viendo, por la evidencia de que su familia no le echaría una mano, más bien al contrario.
Era verano y nos encontramos en algún punto del Pirineo aragonés. Me contó que tenía un problema gordo. Traía con ella un buen fajo de papeles, legajos judiciales, denuncias, sentencias. Su relato, sin embargo, era más esclarecedor que todo lo anterior. La niña le había dicho un día, al llegar de pasar el fin de semana de turno con su padre: mamá, papá me hace pis encima.
El golpe de horror, la grieta que empieza a avanzar en tu vida cuando sucede algo así es zarpazo de tigre contra carne tierna. Todo empieza a caerse con esa frase, y tú también. Pero caer es algo que evidentemente no puedes permitirte en esas circunstancias.
Tras la frase, empezó a entender los dibujos, entre sexuales y siniestros, de la pequeña. También empezó a explorar la zona genital. Eso la llevó al médico, y de ahí a la denuncia, con el informe forense correspondiente. Por supuesto, cuando me contó sus temores, las evidencias, el horror, la creí. ¿Por qué no debería hacerlo? ¿Qué pasos hemos dado en la ponzoña para suponer que una madre miente cuando defiende a la hija de la violencia del padre? ¿Qué pasos en la ponzoña para construir la idea de que las madres somos malas? ¿Cuál, para fijar la mirada en nosotras y no en ellos? Cuando me enseñó las fotos del informe forense, a mí no me hacían falta para confiar en ella, en lo que me contaba. No describiré lo que vi, pero no querría verlo visto, porque han pasado dieciséis años y aún lo conservo dentro. Lo llamaron "erosiones en zona genital y anal". El horror tiene muchos nombres.
Empezó allí un periplo judicial parecido al infierno que voy a resumir con el mazazo: consideraron que dichas erosiones eran compatibles con que la niña se hubiera caído del columpio sobre la gravilla. Pensé que, para llegar a tan enfermiza conclusión, el juez debió de suponer que mi compañera subía a la niña al columpio sin braguitas. Algo así debió de pensar para darle la custodia de la cría a la abuela paterna y posteriormente restablecer las visitas con el padre.
Yo tenía un hijo de su misma edad. Le aconsejé que no permitiera que la niña estuviera sola con su padre, que lo impidiera por cualquier medio. Pienso ahora en María Salmerón, en Juana Rivas, en María Sevilla. Entonces no sabíamos nada de todo eso, de esas cosas no se hablaba, nadie publicaba asuntos sobre "madres protectoras".
Recuerdo, con tanta nitidez como las fotos del horror, el momento en el que le dije "Es tu hija, tu deber es protegerla, sácala de ahí como sea y con los medios que sea". Ella me habló de sentencias, de jueces, de procesos. Yo insistía en que tenía que sacar de ahí a la niña como fuera.
Le ofrecí para ello mi colaboración en el sentido más amplio de la palabra, en un sentido que no describiré aquí. "Debo confiar en la Justicia, Cristina, no me queda otro remedio", concluyó.
Entonces yo ya no confiaba en la Justicia en casos de violencia machista y violencia contra la infancia. Sigo sin hacerlo. Pienso, además, que si la Justicia es injusta o brutal, como era en caso, una debe desobedecerla. "Están violando a tu hija", le dije. "La está violando su padre". N. entendía que si no la entregaba al agresor, tal y como dictaba el juez, se la quitarían definitivamente. Yo no daba crédito a aquel temor. Lamentablemente el tiempo le ha dado la razón a ella.
He recordado este asunto -lo hago periódicamente- al leer la información de Marisa Kohan sobre los falsos informes policiales en el caso de Infancia Libre. También aquella otra nota de la periodista sobre cómo los médicos, las facultativas, tienen miedo a redactar informes donde conste la evidencia de la violación de padres a sus hijas o hijos. En la causa contra las mujeres de Infancia Libre, se criminalizó, señaló, destrozó a las profesionales.
Estos somos y hay que mirarlo a la cara. Más del 40% de las víctimas de violación afirman que no lo han denunciado porque sucedió cuando eran menores. Tenemos con ellas una terrible deuda pendiente como sociedad. También con las que ahora son niñas, y con las que vendrán. La violación de niñas y niños por parte de sus padres es una realidad. Impedir que sus madres las protejan también, como castigar a las que lo hacen. Y retrata nuestra barbarie.
Comentarios
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