Frente al mar de Alborán, paso las horas charlando, cocinando, leyendo, observando a las mujeres de mi familia, que parecerían pocas, pero son un mundo. Oro y resistencia. Allá lejos está África. Leer es un lugar que hemos empezado a olvidar. Las cabras bajan sin miedo hasta las primeras rocas del mar. Podríamos vivir aquí tranquilamente. Pienso todo eso y muchísimas más cosas. Lo pienso porque me doy un respiro, porque puedo. He apagado las máquinas tres días, solo tres, exactamente tres días y me ha dado tiempo a rescatar varias Cristinas con las que sentarme al sol de la tarde andaluza.
Entonces sucede que tengo que encender una máquina para asuntos laborales, entre otros escribir este artículo, ponerme al día de los asuntos que no avanzan, desde luego no tanto como yo como nosotras. Un arranque de ansiedad conocido me lleva a posponerlo una y otra vez: preparo un café, doy una vuelta, me hago la manicura, otra ducha, una charla con mi madre sobre nada en particular.
La máquina misma es la ansiedad. No el trabajo, sino el móvil y el portátil. Son la conexión constante y la ubicuidad, esa es la ansiedad. No hay tiempo para los adentros. Me desespero. Me aferro a mis libretas. Trabajando a mano me parece que duele menos este no dejar de estar presente. No me hace falta preguntarme cómo vivo el resto de los días, toda mi vida de máquinas encendidas, no me hace falta porque lo sé, pero sí por qué no lo puedo cambiar. Por qué no podemos. O sea, cómo hemos llegado hasta aquí y con qué maldita rapidez. No puedo evitar preguntarme si cambiará esto en algún momento, la velocidad de esta vida en conexión.
Cuando enciendo la máquina, con algo de taquicardia, compruebo que efectivamente los asuntos de eso que llamamos actualidad han avanzado mucho menos que yo. Pero muchísimo. Estos días me he detenido a pensar que la menor crece sana y alegre como un junco avispado y cómplice. El mayor cumple con las obligaciones laborales que ha elegido de una forma madura y esforzada. Bien por ellos. Me he dado tiempo y he visto cómo el sufrimiento de la madre supone sufrimiento general multiplicado y hasta qué punto mi lucha por la felicidad –la propia y la común– les hace libres. Al menos un poco más libres, y mejores.
También he vuelto a disfrutar la risa de las mujeres de la familia, las atenciones, los cuidados, una felicidad doméstica sin amparo, sin aspavientos, precisa y con su fondo poblado de dolores compartidos... y de nuevo, a reír, de todo y de nosotras mismas. He constatado que todo respeto necesita tiempo y primorosa atención, que hablarlo lo libra de ponzoñas futuras. Y que nosotras somos mujeres trabajadoras, que nos hemos echado la vida al lomo para tirar adelante sin remilgos. Hace falta pararse para darse cuenta de todo lo anterior. Resulta imprescindible repetírnoslo una y otra vez para que no se nos olvide. Pero ese repetir necesita sus horas.
Pienso que nuestra vida en las máquinas, vida constantemente conectada, es justo lo contrario, y de ahí esta ansiedad molesta, dura, triste. Para mirarnos, para querernos y respetar lo que cada una es, para crecer y entablar esa íntima conversación con nosotras mismas que nos mejora la vida, nos hace falta dedicarnos tiempo. Necesitamos un tiempo sin máquinas, así de sencillo y así de terrible.
Comentarios
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