Te creías que tu vida era muy incómoda hasta que desayunas con las cifras de beneficios del BBVA o el Sabadell en el primer trimestre del año. Miles de millones de euros en solo tres meses. Te das cuenta entonces que tu vida no era muy incómoda sino solo incómoda, y que todo puede ir a peor, porque entiendes, así, con la magdalena a medio camino entre la taza y la boca, entiendes algo. Entiendes que tu sueldo es miserable, que tu trabajo no está pagado, ni por lo tanto se respeta, que lo que apoquinas por vivir bajo techo y caliente es un disparate cruel, entiendes que todo eso que ya sabías es para que otros se lucren a lo bestia. Sí, a lo bestia, de forma salvaje. No es un descubrimiento, que tontas no somos, es una evidencia obscena. Es el dinero.
Las mujeres estamos especialmente domesticadas para no hablar de dinero. Si no fuera así, reclamaríamos los emolumentos correspondientes a todos aquellos trabajos imprescindibles para que la sociedad funcione y no remunerados que llevamos a cabo solamente nosotras.
Esta forma de tocarnos la base económica, de obligarnos a vivir colgando de la falta de dinero, es un ejercicio de crueldad consciente, minucioso, reptil. No se trata de que la inmensa mayoría de la población no pueda comprar libros o entradas para el teatro, no pueda cambiar la nevera que no funciona o material escolar, no pueda calentar la casa o alimentarse correctamente, que también. Se trata de que no se puede vivir tal y como se nos ha enseñado que funcionan esas cosas, las cosas del vivir, las más fundamentales, y que esta forma de vida, de organización, está construida para resultar, cuando menos, incómoda y frustrante, pero sobre todo violenta.
Es violentísimo el empobrecimiento rápido e incomprensible —no media guerra o catástrofe natural— de la gran mayoría, frente a un enriquecimiento aún más meteórico e indecente de las grandes corporaciones económicas y financieras. Los asuntos comunes, incluso los violentos, deben resultar comprensibles para que, por ejemplo, un presidente detenga su trabajo y, con él, ponga en vilo a todo un país, porque está anímicamente quebrado.
Los poderes públicos, con el presidente del Gobierno a la cabeza, tienen la obligación de explicar a la ciudadanía por qué nuestro dinero está yendo a parar súbita e inexorablemente a las grandes empresas y a los bancos, por qué la forma en la que funciona nuestra sociedad nos impide vivir en paz. Y vivir en paz significa, ni más ni menos, recibir un salario justo por el trabajo realizado con el que poder pagar el techo bajo el que vivimos. Me parece tan simple como siniestro.
Comentarios
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